Todos llevamos
tatuada esta palabra. Una memoria con olor a adrenalina, gritos, carreras,
histerias colectivas, lagrimas, caos y lamentos. Un presagio escondido
del final de los tiempos que nos ahoga en la angustia con sonidos
de bombas, de aviones, de cristales rotos y de alaridos, una era espantosa
teñida de sangre y de muerte.
Siete plagas
que se abalanzarían una tras a otra sobre la humanidad y con cuyo infierno
pagaríamos nosotros los pecados de todos nuestros ancestros. Todos
llevamos el temblor de la impotencia y de la sumisión a las fuerzas
superiores de los cielos donde se nos restregaría despiadadamente nuestra
culpa de haber comido la fruta del bien y del mal.
Fin de siglo.
Fin de mundo, nos decían las abuelas para luego santiguarnos con las
cruces y bendecirnos con sus crucifijos apretados a las manos.
El miedo es
el arma más terrible porque desarma el coraje y sólo deja el temblor
y la carrera, la búsqueda del escondite salvador donde no fuéramos
devorados por los alienígenas o por las plagas, o por las bombas. El
miedo que separa a un hombre de otro hombre.
Yo quiero contarles
mi más terrible pesadilla: estaba oscureciendo y alguien señalaba
hacia los cielos. Los gritos y la desesperanza, la angustia final y
fatal cundía por la ciudad y yo no tenía precisión de que era lo
que sucedía. Alguien señaló por la ventana y logre ver una innumerable
formación de ovnis que pasaban a lo lejos, sentí el quebrarse de cristales
y vi. a los hombres corriendo y gritando, el zumbido de otro ovni
más cercano me hizo saber que era en serio, entendí lo que pasaba:
los ovnis no lanzaban bombas, no, eran una especie de hienas o de perras
malditas lanzadas por millares, éstas al caer se espabilaban y empezaban
a crecer presurosamente y a parir decenas de otras hienas, babosas
y terribles, que, al escuchar los gritos de la gente, se les lanzaban
a sus cuellos y los mataban, o corrían implacables hasta alcanzarlos
y matarlos, parecía inevitable y no había bala, ni cuchillo que no
hiciera otra cosa que multiplicarlos.
Todos estábamos callados, el zumbido y el cristal anunciaron que nos llegaba el turno, dije a todos que se escondieran y vimos caer la hiena en nuestro cuarto. Un niño gritó y fue devorado, A mi me impresionaban las babas y las placentas de donde
nacían nuevas
feroces hienas que en segundos eran adultas y acechaban. Si me aterraba
morir, más me aterraba morir corriendo y sentir la colmillada en mi
cuello y el ahogo de la sangre y me le fui acercando más con rabia
que con miedo y me cautivaron sus ojos, me agaché y nos miramos fijamente,
alguien gritó en ese momento y la hiena hermana de la mía saltó
y lo asesinó pero la mía y yo nos mirábamos –ya lo había entendido-
como uno de esos que desarman las bombas de tiempo, sentí que había
cortado los cables precisos
para desactivar tanto dolor. Tomé a la hiena entre mis brazos y ésta
empezó a lamerme la cara y salí corriendo a gritarle a todos que no
sintieran miedo, que era el olor de nuestro miedo lo que a estos
seres tornaba en asesinos. Sin miedo nada nos pasará!
Allí me desperté y me quedé sentado en la orilla de mi cama con un espantoso asombro, sin saber de cual memoria interior había nacido esta pesadilla que he llevado siempre a cuestas.
Siete plagas,
siete monstruos, siete muertes. No se si seré yo sólo el que recuerda
el Apocalipsis cuando ve a la humanidad llenarse de tapabocas y de virus
porcinos, cuando ve los sucesivos movimientos telúricos, cuando ve
la crisis que empieza a dejarnos en las calles, cuando empieza el hambre
a matar a los más pobres. Cuando cada domingo las iglesias se llenan
de feligreses, de cantos y de miedos. Siete plagas, siete muertes. Que
se van colando en nuestras vidas por la cotidianidad mediática incesante.
Siete miedos.
El miedo al imperio o el miedo cómo arma imperial. Terrible arma que mata de un solo carajazo a la solidaridad, a la hermandad, al colectivo, a lo social y lo familiar, para convertirnos en cobardes imponiendo al egoísmo cómo último refugio y terminar aislándonos a todos.
Vengo a pedirles
a tiempo que no nos dejemos infectar por los virus del miedo, la baraja
ganadora en la manga de los señores de la guerra, el terrorismo hecho
bacteria, la muerte esparcida e invisible, no, ¡no al miedo!.
El amor, la más grande de las fuerzas celestiales será suficiente
para superar las siete plagas infernales que nos sembraron dentro, para
abrirle paso al mundo nuevo, al futuro y suficiente el amor para desarmar,
cómo hermoso sortilegio, las andanadas finales del cancerbero imperial.
¡No tiemblen que vamos venciendo!
Resplandecerá
el alba con los suaves y amorosos destellos del mundo nuevo y el socialismo.
Resplandecerá el alba con todos unidos y cantando los himnos de la
libertad, amanecerá aquel día tantos siglos añorado. Todos nos sentaremos
en la orilla de la cama y sabremos que la pesadilla se acabó.