Enhorabuena viajé a México a comienzos de diciembre del año pasado –mucho antes del escándalo gripal del AH1N1, que conste- y pude traer una decena de libros de sobrepeso. Tienen allá los cuates una envidiable abundancia de títulos, a precios que, así se calculen a dólar verde fosforescente, ninguna relación guardan con el atraco de las librerías criollas. Entre ellos, compré uno que he comenzado a leer por estos días de mudanza histórica, del que mucho había oído citar, y que apenas en las primeras páginas se me ha revelado tremendamente actual: La otra historia de los Estados Unidos, de Howard Zinn.
Además de la de Cristóbal Colón, el autor se encarga de desmitificar la figura de algunos personajes como James Smith, convertido en simpático héroe de la comiquita infantil Pocahontas, y en realidad frío exterminador de los indígenas liderados por el cacique Powathán. El texto llega hasta el gobierno de Clinton, pasando por la esclavitud, la guerra de Vietnam y otros episodios conocidos según una óptica supuestamente objetiva, frente a la cual Zinn cuenta “otra historia” u otras historias. Como la de las indígenas que, desesperadas y sin leche en los senos por el trabajo forzado, ahogaban a sus bebés en el río para salvarlos de la crueldad conquistadora.
De entrada, me ha llamado la atención una comparación que el autor hace entre el trabajo del historiador y el del cartógrafo, que me parece aplicable también para el del periodista.
Destaca Zinn el caso del profesional que, para hacer un mapa, se ve obligado a seleccionar algunas cosas y desechar otras de un cúmulo oceánico de información geográfica, en el cual sería muy fácil indigestar, por exceso, al usuario del producto final. En efecto, en un mismo mapa no caben al mismo tiempo todas las montañas, ríos, depresiones, lagos, límites, ciudades y pueblos, de modo que los colegas de Américo Vespucio seleccionarán los que le interesen según el tipo de mapa que pretendan levantar.
El historiador hace algo parecido, según Zinn, pero con motivaciones y finalidades distintas a las del cartógrafo. Lo mismo, repito, cabe decir del periodista, en el rol de narrador de su propio tiempo.
“La verdad es que el historiador no puede evitar destacar unos hechos y olvidar otros. Esto le resulta tan natural como al cartógrafo que, con el fin de producir un dibujo eficaz a efectos prácticos, primero debe allanar y distorsionar la forma de la tierra para entonces escoger entre la desconcertante masa de información geográfica las cosas que necesita para los propósitos de tal o cual mapa”, escribe Zinn.
El autor diferencia, sin embargo, entre la escogencia del cartógrafo y la del historiador, como, insisto, cabe distinguir entre la de aquél y la del periodista. Todos ellos están obligados a procesos de selección, simplificación o énfasis, inevitables para unos y otros, según Zinn.
“Pero la distorsión del cartógrafo es una necesidad técnica para una finalidad común que comparten todos los que necesitan de los mapas. La distorsión del historiador, más que técnica, es ideológica: se debate en un mundo de intereses contrapuestos, en el que cualquier énfasis presta apoyo (lo quiera o no el historiador) a algún tipo de interés, sea económico, político, racial, nacional o sexual”, apunta Zinn.
La forma en que la prensa local aborda el golpe de Estado en Honduras, destacando algunos hechos, omitiendo otros, legitimando una versión sobre tal o cual acontecimiento, omitiendo o distorsionando otras, confirma la pertinencia de incluir al periodista en la comparación de Howard Zinn. No hace falta mencionar el modo en que viene abordando todo lo relacionado con los procesos de cambio político en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, El Salvador y otros países del continente.
Como el del periodista, o el de la empresa para la que éste trabaja, el interés ideológico del historiador no es tan explícito para el lector como el interés técnico del cartógrafo, que hace expresa distinción entre la utilidad de un mapa y otro con finalidades distintas. Para seguir con un ejemplo de Zinn, el cartógrafo deja claramente establecida la diferencia entre un mapa para navegación de distancias largas y otro para distancias cortas.
Howard Zinn toma el caso de Cristóbal Colón, cuya construcción simbólica es también, si se quiere, una especie de mapa histórico. “El hecho de destacar el heroísmo de Colón y sus sucesores como navegantes y descubridores y de quitar importancia al genocidio que provocaron no es una necesidad técnica sino una elección ideológica. Sirve –se quiera o no- para justificar lo que pasó”, afirma.
Lo mismo, por sólo citar un caso actual, puede decirse con respecto a la cobertura periodística del caso Honduras. Omitir o restar importancia al modo en que fue sacado el presidente Manuel Zelaya de su cargo, y engancharse en las argumentaciones jurídico-políticas de los militares hondureños y sus socios civiles, obedece a una postura ideológica asumida por quienes así lo hacen, más que a “errores” o “desviaciones profesionales” de uno u otro medio, de uno u otro periodista o comentarista. Se sepa o no se sepa, se reconozca o no, cada quien desnuda allí una elección ideológica. Lo hacen quienes, por ejemplo, en lugar de procesarla como lo que fue, dan como buena la versión oficial de los militares hondureños sobre la detención de los reporteros de VTV y Telesur: producto de una investigación por robo de vehículos (¡!).
Comenta Zinn:
“Así, en esa inevitable toma de partido que nace de la selección y el subrayado de la historia, prefiero explicar la historia del descubrimiento de América desde el punto de vista de los arawacs; la de la Constitución desde la posición de los esclavos; la de Anrew Jackson, tal como lo verían los cherokees; la de la guerra civil, tal como la vieron los irlandeses de Nueva York; la de la guerra de México, desde el punto de vista de los desertores del ejército de Scout; la de la eclosión del industrialismo, tal como lo vieron las jóvenes obreras de las fábricas textiles de Lowell; la de la guerra hispano-estadounidense vista por los cubanos; la de la conquista de las Filipinas, tal como la verían los soldados negros de Luzón; la de la Golda Age, tal como la vieron los agricultores sureños; la de la primera guerra mundial, desde el punto de vista de los socialistas, y la de la segunda, vista por los pacifistas; la del New Deal de Roosevelt, tal como la vieron los negros de Harlem; la del imperio americano de posguerra, desde el punto de vista de los peones de Latinoamérica. Y así sucesivamente, dentro de los límites que se le imponen una sola persona, por mucho que él o ella se esfuercen en ‘ver’ la historia desde otros puntos de vista”.
Aclara el autor, sin embargo, que la línea de su libro no es “llorar por la víctimas y denunciar a sus verdugos” y acota que, en la historia, las líneas no siempre son claras. “A largo plazo, el opresor también es víctima. A corto plazo (y hasta ahora la historia humana sólo ha consistido en plazos cortos), las víctimas, desesperadas y marcadas por la cultura que les oprime, se ceban en otras víctimas”.
Todo un manifiesto que puede servir de base a otro libro, aún por escribirse, que bien podría llevar por título “La otra historia de la América Latina”. O de Venezuela. Por lo pronto, la protagonizan los pueblos y la están –estamos- contando los periodistas, con nuestras elecciones ideológicas en top less.
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