Nada tengo ni de estudioso ni de crítico ni del arte –en general- ni de la música –en lo particular-. Me gusta –globalmente- dos géneros musicales: la mexicana y el vallenato. Supongo, por ejemplo, que para un oído que se deleita con la música clásica, con la novena sinfonía (que está considerada como la síntesis musical del ritmo espiritual de un gran cambio histórico con la revolución francesa), le debe resultar una pesadilla el sólo eco de la mexicana o del vallenato. Sin embargo, los pueblos suelen recordar mucho más a aquellos cantantes o músicas que expresan sus inquietudes, sus esperanzas, sus sueños, sus realidades, porque eso lo identifican con sus propias vivencias. Don José Alfredo Jiménez a quien consideraron que era el pueblo mexicano cantando, Pedro Infante, Jorge Negrete, Antonio Aguilar, Javier Solís, Luis Aguilar y tantas otras luminarias de la música mexicana son patrimonio artístico no sólo de México, sino también de muchas otras latitudes -por lo menos- de habla hispana; lo mismo sucede en Colombia con Francisco el Hombre, Rafael Orozco, Pancho Polo (muertos), Diómedes Díaz, los hermanos Zuleta, Jorge Oñate, Rafael Escalona, Aníbal Velásquez, Eliseo Herrera, Lisandro Meza y tantas otras luminarias del vallenato que aún se mantienen vivos.
Cada pueblo tiene, sin duda alguna, sus grandes figuras musicales que son recordadas con profunda admiración. Sin mezquindad de ninguna naturaleza debe reconocerse que, especialmente, México es la nación que más énfasis pone en conmemorar las fechas de nacimiento y de fallecimiento –por lo menos- de sus importantes artistas, porque mucho le cantaron a su historia, a sus luchas, a sus victorias y sus derrotas, a sus cortas libertades como a sus largos dolores de oprimida. Las canciones a Villa y Zapata, por ejemplo, han sido y son aún cantadas por artistas de variados sectores sociales, porque son parte de esa historia patria que ni ricos ni pobres pueden negarla, sino que la reconocen por igual en visiones distintas de mundo y de país. México es un pueblo capaz de idolatrar a un caballo que adquiere su fama en los campos de las carreras y cuando muere, lo entierra como si se tratara de un ser humano para simbolizarlo en una canción inolvidable. Y menos debe entenderse por mezquindad que en nuestra querida Venezuela –sin justificación por supuesto- se recuerde mucho más a Gardel (sin negarle absolutamente nada de sus méritos) que a don Alfredo Sadel, la voz más privilegiada con que haya contado –hasta ahora- la música venezolana. Entiéndase que no estoy mencionando a Alí, porque su canto de protesta podemos incluirlo en un género típicamente de pueblo llano y que solo el nombre de sus canciones produce náusea en aquellos sectores que de tanto dinero poseer –de manera muy extraña y explotando mano de obra ajena- se adueñaron de la cultura para colocarle barreras que sólo una revolución proletaria las derrumba y las aleja -para siempre- de la redención del ser humano. Tal vez, no se hayan dado cuenta los nuevos ideólogos de la globalización capitalista que el arte suele darle a la revolución su voz como la revolución suele darle al arte su alma, según Lunacharsky. Olvidan o no recuerdan, por ejemplo, que la música juega un importante rol en los movimientos de masas. Hay canciones que se convierten, en determinados momentos, en himnos de pueblos por su revolución o, por lo menos, para su lucha revolucionaria. México está lleno de esas experiencias. Pero no es de himnos que queremos tratar en este caso. Los pueblos tienen la potestad de erigirlos en sus banderas cuando los oleajes de revolución tocan a sus puertas, a ese sentimiento profundo de redención sin el cual las ideas nunca llegarían a expresar las grandes voluntades del ser humano.
Creo, que me salí de la tangente y me metí en una hipotenusa. Salgo de ella para entrar en la esencia que justifique el título de este artículo. Sin duda, el mundo ha disfrutado y continúa disfrutando de voces privilegiadas por la naturaleza humana en todos los idiomas. Los Beatles fueron un fenómeno de la música en la lengua inglesa que fue y sigue siendo admirada por los oídos y la conciencia de miles de millones de personas que ni siquiera sabemos el significado de sus canciones. Simbolizaron éstas una breve época de estímulos para rebeldías que intentaron tomar el cielo por asalto y no se pudo lograr por factores que acá no van a ser analizados.
Los pueblos de habla hispana nunca se han quedado atrás en voces prodigiosas del canto. La lista sería interminable de enumerarlas. No metamos a los cantantes de protesta, porque estamos tratando de los comerciales, de los que no actúan si el dinero no está de por medio como remuneración aunque en determinados momentos hagan presentaciones en beneficio de causas sociales. No nos ocupemos de las concepciones políticas o ideológicas para valorarles la voz. No le atravesemos en el camino pasiones religiosas o filosóficas para determinar la calidad del canto, pero tampoco dejemos de lado las letras de las canciones y, especialmente, en un mundo que como el actual con cinco o seis palabras graban una canción y la alta tecnología –moviendo billetes y de poderosos medios de alienación o enajenación- las convierte en un best-seller de la música capaz de desbordar las pasiones más adentradas del fanatismo. En muchos casos basta una cara bonita –de hombre o de mujer- y el “éxito” viene asegurado por el monopolio que la publicite.
Existen regiones donde prácticamente se limitan a escuchar la música original o del lugar. El llanero, por ejemplo, suele ser de esa manera. Pero hay voces que no tienen límites geográficos, lingüísticos, racistas o de credos. La música mexicana y la vallenata han llegado a estancias que antes parecían impenetrables por lo que no fuera de la región. Eran tenidas como músicas chabacanas, sólo de chusmas ignorantes, de despecho o de instintos bajos. La voz o las canciones de Vicente Chente Fernández rompieron todas esas fronteras que necesitan desaparecer para que pueda el socialismo (con una cultura y un arte universalizados) izar para siempre su bandera de redención material y espiritual que lleva en su entraña.
Dicen algunos estudiosos de la música, como Daniel Samper Pizano, que el vallenato es actualmente la música más universalizada en el mundo. No lo sé, pero algo de cierto debe tener. Bueno, al grano tal como lo creo sin decirle a nadie que ello sea lo verdadero y respetando a todo quien tenga su dios o su diosa y a ésta y aquél mismos: la voz más prodigiosa para cantar que le haya dado la naturaleza a un ser humano, ha sido a Vicente Chente Fernández. El torrente de la voz, la armonía de ésta con la melodía, la pronunciación casi perfecta de las palabras, lo poético de las canciones, la elegancia de sus tonos, lo magistral de sus movimientos bucales, el brillo de la estética del canto y el talento para componer las letras, lo hacen, sin duda alguna, un dios de la música. Por algo decía Nietzsche que sin música la vida no sería nada.
¿Qué pasará cuando Vicente Chente Fernández muera? Será el último adiós –con la canción “Volver volver” de don José Alfredo Jiménez- al cuerpo muerto de la voz viva que se seguirá escuchando y recordando por todos los siglos venideros e incluso cuando ya nadie tenga idea que hubo un tiempo en que existieron himnos que hicieron historias y se conocieron como: La Marsellesa y La Internacional . Será el tiempo en que los niños dirán: “ Cervantes nunca se percató de la poca cordura de don Quijote por no estar pendiente de la mucha locura de Sancho”.
Dentro, tal vez, unos millones de años cuando el planeta Tierra se vaya haciendo, de manera inevitable, una masa fría como indicación de su pronta muerte, muchas músicas ya estarán completamente extinguidas para siempre, pero las canciones de Vicente Chente Fernández continuarán escuchándose como si fuera la primera década de los años dos mil.