Bolívar es demasiado novelesco como para ser personaje de novela. Intelecto brillante, hombre de acción sin rival, estadista sin parangón, visionario profético, amante excepcional, separado de sus afectos por el destino, el torbellino de la guerra o la pacatería social, cualquier lector lo desecharía como inverosímil de no ser por la mole de hechos y documentos que respaldan su veracidad histórica. Las repercusiones de la breve existencia del Libertador desbordan sin embargo lo político. Simón José Antonio de la Santísima Trinidad fue el mito romántico por excelencia. En Europa, los dandys progresistas adoptaron un sombrero al cual llamaron “Bolívar”, mientras los petimetres monárquicos ostentaron otro apodado “Morillo”. Una pieza teatral ridiculizó el pugilato de elegancias. En Los miserables, Víctor Hugo incluye un sombrero “Bolívar” en la indumentaria del mujeriego padre de Coseta. Lord Byron idolatró al Libertador, le puso su nombre a su velero, intentó imitar al prócer trabajando por la independencia de Grecia, sin lograr otra cosa que una prematura muerte de hidropesía y unos últimos versos desgarradores, escritos el 22 de enero de 1924: “Busca, menos buscada que hallada/ una tumba de soldado: la mejor para ti”. También se llamó “Bolívar” la nave de Giuseppe Garibaldi. Él, y Herman Melville, visitaron a Manuelita Sáenz en Paita para recoger de viva voz recuerdos del héroe.
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El resplandor del mito no facilita ciertamente el tratamiento ficcional. Es curiosa la escasez de obras narrativas dedicadas a Bolívar. Darius Milhaud le dedicó una ópera, El alcalde de San Mateo. Arturo Uslar Pietri lo hace pasar, como una exhalación, en la última página de Las lanzas coloradas. Francisco Herrera Luque acompaña sus desventuras en El vuelo del alcatraz, novela póstuma que el autor dejó inconclusa y que quizá hubiera modificado sustancialmente de haber tenido tiempo. Fernando Cruz Kronfly novela sus últimos días en La ceniza del Libertador. Gabriel García Márquez lo despide sin darle otro nombre que el de el General, que permite ver a su atormentado personaje como el prócer histórico, pero también como cualquier revolucionario, en cualquier país, en cualquier época, en cualquier laberinto. Eduardo Sevillano lo presenta al inicio de sus días en El niño Sol de la Negra Hipólita. Estos ejemplos marcan pauta. La única forma de tratar a un cosmos humano es como de refilón, haciéndolo pasar de manera fugaz, acompañándolo cuando marchaba hacia su gloria o se despedía de ella. El sol ciega menos al amanecer o en el crepúsculo.
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Otro tratamiento posible del prócer es el sentimental. Su carrera amorosa es tan deslumbrante como la política, no por sus victorias, sino porque fue infinidad de veces vencido por la inapelable fuerza del sentimiento. La muerte de su esposa le impidió seguir siendo lo que él llamó “un rico, lo superfluo de la sociedad”, lo lanzó al foso de la depresión y del hastío, del cual resurgió convertido en fiera. Este perdido amor le inspiró la determinación de no volver a casarse. Bajo su recuerdo vivió aventuras galantes y amoríos que la guerra destruyó. Discretísimo como todo caballero, jamás se vanaglorió de sus pasiones, que sólo confió a algunos allegados. Así, el 10 de marzo de 1827, durante su última visita a Caracas, mientras el cónsul británico sir Robert Ker Porter le esboza un retrato, el Libertador cuenta que acompañado sólo de un oficial y un asistente, cabalgando para unirse con una partida de revolucionarios, se detuvo en un hato para que las monturas descansaran. La seductora hija del dueño le propuso que pasara la noche, con la promesa de visitarlo en su habitación a las diez. Varias horas se debatió el prócer entre el placer y el deber: al verificar en su reloj que eran las ocho, saltó de la cama y ordenó ensillar. Así se salvó de caer prisionero de una partida de veinte dragones realistas que la malvada coqueta había ido a buscar. Boussingault, cuyas aseveraciones han de ser tomadas con cautela, corrobora que “Bolívar era expansivo, bondadoso con sus inferiores, generoso hasta el exceso, vestía con sencillez, era sobrio, pero amaba a las mujeres y sabía agradarles, como sucede a todos los poderosos”. Sin reservas se entregó a estos amores: el de Teresa fijó el rumbo de su vida, el de Manuela la salvó.
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Un Bolívar novelesco quizá debería ser lo menos Bolívar posible, desinvestido por la edad temprana o la avanzada de los arreos de héroe, al cual la democracia del sentimiento haga compartir las cotidianas desventuras del enamorado. Aleykar Álvarez sigue este camino inevitable en su novela Simón y Soledad. Bolívar sintió frustradas pasiones tempranas. La historiografía recoge un desengaño con una de sus parientas Aristeguieta. Como las de todo personaje ficcional o real, sus pasiones pasaron por las pruebas de la muerte o la distancia. El único matrimonio indisoluble es el de Eros y Tánatos. Para su época los enamorados sólo podían verse bajo la tutela de chaperonas, y la correspondencia era acaso más libre que las miradas que permitían las supervisadas visitas de novios. Simón y Soledad es por ello en esencia una novela epistolar, ese género que el teléfono casi hizo desaparecer y que revive hoy gracias a Internet. Es una novela juvenil, porque el enamoramiento es la única eterna juventud accesible en un mundo que marcha hacia el decaimiento. Es una narrativa del encuentro y del desencuentro, vale decir del amor. En esta trama dos personas deben encontrarse porque son quizá la misma persona en las ideas y en el sentimiento. No por casualidad se llama una de ellas Soledad. Amor es soledad perfecta, porque sólo al fundirse dos seres en uno comprenden la absoluta indiferencia hacia toda otra presencia humana; porque sólo al separarse entienden el concepto de la soledad. El aislamiento es la condición y la carga del héroe. Sólo sabiendo que nadie está a su lado puede entregarse a todos. Demos paso a esta Soledad y a este Simón, quizá héroes, quizá sólo seres humanos. Sólo el amor iguala.
PD: Me voy para la Universidad de Salamanca, donde en la Cátedra Ramos Sucre se impartirá un seminario sobre mi obra.
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