Si algo ha puesto en evidencia la última crisis financiera que recién vivimos, y que involucró a funcionarios y familiares de altos personeros del Gobierno en un oscuro entramado de alcance aún no definido, es ciertamente la soledad de un hombre que en más de una ocasión ha evidenciado desesperación y frustración frente al sinnúmero de problemas que a diario debe confrontar.
Hemos visto al Presidente prácticamente sacar la escoba para barrer las calles, manejar camiones para descargar asfalto sobre la enorme cantidad de troneras que tienen agujereadas las vías; lo hemos escuchado clamar una y otra vez porque se digan las cosas claras, para que se le explique a la gente el qué, el cómo y el por qué de miles de cosas que suceden a diario, y a la vez lo hemos visto exhortando al mundo para que identifique las raíces de sus males desde escenarios internacionales de la más variada índole. Es tan repetitivo el discurso sobre la ineficacia de su equipo y su denuncia constante acerca del nido de alacranes que lo cerca que ya no sólo es el alcalde de Venezuela, sino pareciera también el juez, el fiscal y el policía nacional.
Tanta soledad abruma, entristece, asusta. En ocasiones, uno teme que termine por tirar la toalla y enseguida asoman los fantasmas de una guerra civil, de cuyas proporciones no han sacado cuenta los gatillos alegres que le disparan sin cesar. Otras veces a uno se le ocurre que van a terminar matándolo, y los mismos espantos alborotan el espíritu. Esa opción tan macabra ronda en muchas cabezas, demasiadas como para no temer que algún loco se le ocurra hacerla realidad. ¿Y quién cree que sobreviviría a esa insensatez? Los suyos son 10 años de resistencia, de desgaste, de desilusiones que hacen mella no sólo en su humanidad, sino en la de miles de sus seguidores que sienten multiplicada su angustia en su propio patio cuando ven al alcalde de su pueblo convertido en nuevo rico, cuando a otro le matan un hijo por un celular, o cuando alguno se cansa de gastar suela en alguna de las interminables colas que cualquier gestión ante la Administración Pública implique.
En una sola alocución, Chávez habló en estos días sobre la necesidad de que se haga justicia en el caso de la crisis financiera, reclamó a varios ministros por obras inconclusas, regañó a otros por la ausencia de respuestas y seguimientos a promesas hechas por él mismo; criticó la ineficiencia y hasta se permitió indicarle a un camarógrafo hacia dónde debía enfocar su cámara para que pudiera verse mejor lo que estaba mostrando. Ese día, cualquier día, el Chávez que le habló al país exudaba amargura, tristeza, desolación y una inconmensurable ausencia de gente competente que lo respalde en su gestión.
Una soledad muy concurrida, como diría el poeta, pero llena de incomprensiones y falta de compromisos.
La distancia entre el líder y su equipo es abismal. La cuantía de los problemas que confronta es aún más grande. Sería necesaria una estatura colosal para hacer frente a tanta calamidad junta. Esa es la apuesta opositora y ese es el reto de la gente que lo quiere: todavía tienen que seguir probando que, por encima de los peñascos puestos en el camino, son capaces de seguir adelante por él y por ese proyecto de país empezado hace 10 años. Chávez sabrá pronto cuántos abandonaron la carreta en medio de la zozobra y quiénes decidieron ayudarlo a salir de su soledad.
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