“A la señora que deje todo el pan porque no vuelvo hasta el lunes. Y lo mismo han dicho todos: el lechero, el carbonero, el carnicero….Todos han dicho lo mismo. Todos.
Aquellos que van doblados bajo el peso de los fardos. Los que se levantan de madrugada, tiritando de frío y apenas dos buches de guarapo en el estómago. Los que trabajan con las manos, con los pies, con las espaldas curvadas. Los que trabajan con las manos. Manos que tienen callos y ampollas. Manos con uñas partidas, uñas saltadas. Manos por las que pasa el pan, la leche, los carbones y la carne y el queso. Manos que muelen. Manos que pilan. Manos que cortan los árboles y sierran la madera. Manos que trabajan la tierra y fabrican las casas, las plazas, las escuelas…”Antonia Palacios, Ana Isabel, una niña decente, (Caracas, 1981), Domingo de Carnaval, pág. 41.
Antonia Palacios escribe justo cerquita del término de la segunda Masacre Mundial, siglo pasado reciente. Para entonces, ya era vox pópuli entre la gente “decente” que había una alternativa al sistema reinante en la belicosa e inestable Europa. Se supo desde entonces que aquel reducido ensayo socialista abanderado por el ruso Lenin e inspirado en la obra literaria del científico, brillante simbiosis de Sociólogo, Filósofo y Economista, el alemán Karl H. Marx, ahora podría desarrollarse in crescendo seguido por buena parte de la Europa Occidental. “La URSS nació como una unión de cuatro repúblicas socialistas soviéticas, formadas dentro del territorio del Imperio ruso abolido por la Revolución rusa de 1917, y creció a 15 "repúblicas de la unión" hacia 1956: RSS de Armenia, RSS de Azerbaiyán, RSS de Bielorrusia, RSS de Estonia, RSS de Georgia, RSS de Kazajstán, RSS de Kirguistán, RSS de Letonia, RSS de Lituania, RSS de Moldavia, RSFS de Rusia, RSS de Tayikistán, RSS de Turkmenistán, RSS de Ucrania y la RSS de Uzbekistán”. (De Wikipedia, Internet)
Pero también ya resultaba riesgoso hacerse imprudentemente eco de semejantes revoluciones ocurridas tan lejos de estas tierras ya contaminadas con la penetración burguesa desde los mismos tiempos coloniales en una Venezuela que no sólo mestizó demográficamente a sus pobladores originarios y fundadores sino también al decadente modo feudal traído de la rancia Europa cuyos vestigios florecían en aquellos “realistas” opuestos al novísimo modelo burgués que indeteniblemente se nos implantaba y que con tanto fervor, fuerza y dinero apologizaban y defendieron los llamados “independentistas patriotas”.
Antonia Palacios supo traducir como adulta toda la angustia que oprimía su corazoncito de niña. Supo traducir y divulgar en lírica y barroca prosa el sufrimiento de los trabajadores de su entorno caraqueño y antañón, de sus queridos vecinos y familiares, padres y madres de sus amiguitos y amiguitas por allí llamados silenciosamente proletarios y asalariados. ¡Qué susto da nombrarlos por su nombre! Antonia Palacios sospechó desde niña que también ella y sus hijos se sumarían a esas manos que trabajan a pesar de ser “indecentes”.
Antonia Palacios evitó el aspaviento de la terminología comunista. No era política, fue una delicada, fina e inteligente mujer que supo despertar entre sus lectores por lo menos la curiosidad de explicarse cómo nuestros amigos de infancia, de escuela, nuestros compañeritos de la calle y de las plazas no pueden compartir entre sí ni siquiera con una piñata llena de golosinas fabricadas por las “indecentes” manos de quienes también fabrican el cartón, el papel, el pegamento, los caramelos, los confetis y hasta cortan y labran el palo que derribará y esparcirá democráticamente por todas partes el ansiado y dulce contenido de la admirada piñata que tanto los deleita en cada cumpleañitos de amiguitas y amiguitos.
Ana Palacios evitó por razones obvias ir al fondo de la cuestión obreril, a las causas de aquel maltrato social, inexplicable como niña y prudencialmente tratado como mujer ya convertida en una dinámica luchadora social y extraordinaria ama de casa. Un maltrato que resultaba muy inmerecido por quienes tan generosamente y con sus industriosas manos satisfacían diaria e incansablemente todas las necesidades de todas las personas “decentes” e “indecentes”, de trabajadores y no trabajadores.
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