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De paso por Madrid hojeé un libro de cuyo nombre no quiero acordarme, que rebajaba las independencias latinoamericanas a subproducto de “la crisis del 1808”. Vale decir: lo que cumplieron veinte millones de americanos en veinte millones de kilómetros cuadrados sería un eco de lo que no lograron once millones de españoles en medio millón de kilómetros. Por el contrario, la hegemonía de España y por consiguiente la de Europa fue un subproducto de América Latina y el Caribe. Para comprender las revoluciones que acabaron con los “trescientos años de calma” que denostó Bolívar, examinemos la influencia que durante ese período ejerció sobre el planeta el sometimiento de la gigantesca América Latina.
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Las riquezas saqueadas al Nuevo Mundo tuvieron como consecuencia política doscientos años de hegemonía española, la derrota de los musulmanes en Europa, la transferencia de los metales preciosos de España a Holanda, Francia e Inglaterra; las consecutivas hegemonías de estos países y su final arremetida sobre el planeta en la colonización global.
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En lo económico, los metales preciosos americanos detonaron el arranque del capitalismo, sus vegetales como la papa y el maíz alimentaron las muchedumbres que lanzaron la revolución industrial. En lo cultural, nuestras sociedades comunitarias relanzaron el tema de la Utopía; nuestros aborígenes inspiraron las reflexiones de Montaigne sobre los pueblos primordiales; dieron pie al mito del Buen Salvaje que a su vez sustentaría al Romanticismo, y suscitaron la cuestión del Otro y la de la relatividad y pluralidad de las culturas.
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Si la sumisión de América tuvo tales consecuencias, no fueron menores las de su liberación. Nuestras independencias impusieron el principio republicano como paradigma político universal. Transitorias Repúblicas hubo entre las sociedades esclavistas de Grecia y Roma y las mercantilistas ciudades italianas del Renacimiento. Cromwell impuso en Inglaterra una fugaz República durante una década, y los jacobinos otra durante pocos años. Con apoyo del absolutismo francés, los estadounidenses desde 1783 instauran otra, esclavista y oligárquica. Esas excepciones no hicieron la regla. Pero salvo el imperio de opereta de Brasil, nuestras revoluciones independentistas sentaron los principios de la República, de la soberanía popular expresada mediante el sufragio, de la separación de poderes. Ante este ejemplo, Europa amenazó a América con la llamada Santa Alianza, para concluir instaurando tardíamente Repúblicas en Francia y en España, y reducir a sus reyes a una opulenta decoratividad, controlada por parlamentos en parte electos. Si la República es la forma política paradigmática en el mundo contemporáneo, se debe a que América, y sobre todo América Latina independiente, demostró su viabilidad.
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Las independencias latinoamericanas, aunque muchas degeneraron en las llamadas repúblicas oligárquicas, que intentaron perpetuar la sociedad colonial de castas negando acceso al sufragio a las mayorías, fueron, en todo el sentido de la palabra, revolucionarias. Lo fueron porque sustituyeron el orden del absolutismo monárquico por el del republicanismo fundado en la soberanía popular, porque en su mayoría esgrimieron como banderas la liberación de los esclavos y de los indígenas, y porque sólo triunfaron gracias a la incorporación activa del pueblo a las milicias revolucionarias. La rebelión de Haití en 1804 es el más acabado ejemplo de sublevación social de un sector de la población enteramente despojado de derechos contra sus opresores. Los restantes movimientos independentistas triunfaron cuando lograron la incorporación de castas o clases oprimidas a las filas revolucionarias: unas filas que recurrieron en una escala continental, nunca antes vista, al parto de la violencia.
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Las revoluciones latinoamericanas quizá se inspiraron en la estadounidense y en la francesa. Sin embargo, su ejemplo desató en Europa una oleada revolucionaria que, al igual que en América Latina, desbordó las fronteras y sacudió un continente. Latinoamérica demostró que una sublevación revolucionaria podía derrotar los ejércitos de las monarquías y mantenerse en forma permanente y estable. Las cadenas de insurrecciones europeas de 1830 y de 1848 siguen en alguna forma esta inspiración. Durante dos centurias de vida autónoma América Latina mantiene vigente para el mundo el tema de la Revolución, que la victoria de la Santa Alianza contra Francia parecía haber clausurado para siempre. A lo largo del coloniaje y después de él mantuvo Nuestra América una constante tradición de insurrecciones revolucionarias. Las rebeliones campesinas que dirige Ezequiel Zamora en Venezuela preceden a la Comuna de París; la Revolución Mexicana antecede a la Bolchevique; la insurgencia de César Sandino contra el imperialismo de Estados Unidos, la Revolución Cubana, mantienen el ideal revolucionario en un mundo que parecía derivar hacia el conservadurismo.
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Señalé sobre el Movimiento de los Países No Alineados, que así como la conquista de América fue la mayor operación de coloniaje jamás cumplida, su liberación fue la más grande gesta de descolonización culminada. Como bien dijo Bolívar en 1824 a los vencedores de Ayacucho «Habéis dado la libertad a la América meridional; y una cuarta parte del mundo es el monumento de vuestra gloria». En dos centurias de Independencia, Nuestra América ha enfrentado todos los desafíos que luego encontraron los demás países descolonizados: sustitución de la dependencia política por la económica, científica y cultural; enfrentamiento con antiguos países descolonizados que a su vez devienen imperios; la progresiva marcha hacia la unidad y la integración mediante organismos internacionales como el Mercosur, Unasur, el Alba. La esclavitud, la sujeción, la liberación del Nuevo Mundo anticipan y emblematizan la del Mundo. La de América Latina podría prefigurar la de la Humanidad.
PD: La venezolana Soleydis del Valle ganó el Premio Internacional de Novela Alba con Percusión y Tomates. Gloria para Venezuela y para ella.
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