Dios sí existe ¿y qué?

Miles de millones en el mundo, a diario, invocan a Dios para tratar de hacer realidades de sus sueños y sus inquietudes. Miles de millones de personas invocan los milagros buscando soluciones para satisfacer sus necesidades. Estamos en un mundo donde la aplastante mayoría de la humanidad es creyente en Dios. La diferencia es que hasta cada persona creyente -en lo particular- tiene la facultad de construir su Dios a su imagen y semejanza.

Los grandes estudiosos de las religiones se han ocupado de las causas de esas creencias, de las fases de sus desarrollos como de sus luchas y sus pensamientos. Hasta Marx y Engels, ateos y materialistas dialécticos y científicos, admiraron toda esa etapa revolucionaria que vivió, por ejemplo, el cristianismo en sus luchas contra las atrocidades del Imperio Romano. Pero ninguno de esos estudiosos llegó a imaginarse que en una región del planeta, tal vez muy poco conocida por ellos o jamás imaginada, iba a existir un grupo muy pequeño de personas inteligentes y audaces que iban a crear un movimiento o institución jurídico-comercial, exclusivamente para la estafa, cuya consigna de identificación es “Dios sí existe”. Esa región es Venezuela, donde el cristianismo o catolicismo es la religión primordial de la mayoría de sus habitantes y donde, incluso, no son pocos los que creen que Jesucristo fue el primer socialista en la Tierra, que la divina Pastora es la madre de Dios, aunque ello no es obstáculo para creer que fue éste quien hizo al mundo y, en especial, al hombre y la mujer a su imagen y semejanza, desconociéndole a la virgen haber existido primero que el Ser Supremo.

Lo cierto es que el grupo de estafadores, en nombre de “Dios sí existe”, fue recientemente desmantelado por un organismo de seguridad del Estado. No era un grupo de personas comunes, de esos que con desespero tratan de meterle el paquete chileno al primero que se les atraviese en el camino. No, son seres de una inteligencia muy particular; habilidosos y estudiosos de la psicología de la gente, pero no de cualquier gente sino de aquellos que tienen una posición económica más o menos estable, personas más o menos bien leídas o formadas, personas incluso que cumplen funciones de cierta importancia de seguridad en la sociedad. El grupo se cuidó de no hacer caer en sus trampas a personas de escala económica inferior, porque no existe nadie que chille o pegue el grito al cielo tan pronto le sacan del bolsillo las pocas monedas que tiene, como el pobre, ese que vive de un mísero salario pero que jamás pierde la esperanza de ganarse un Kino millonario confiado en el dato de pronóstico que le asegure un astrólogo o un brujo u obtenido de un sueño.

Dios sí existe”, decían los estafadores para convencer a sus víctimas. Tal vez, habían estudiado y asimilado los conocimientos y las experiencias de otros que en diversos tiempos han invocado a Dios para sus negocios lícitos o ilícitos. La burguesía, en su lucha contra la Inquisición y el absolutismo feudal, no pudo descolgarse del cuello a la religión que aclamó a Descartes silenciando a Santo Tomás de Aquino que hasta ese momento había sido su ideólogo preferido. Alí cantó esa contradicción de los pilotos gringos que se persignaban y se encomendaban a Dios para bombardear a los niños de Viet-nam y asesinarlos a mansalva, como si eso los exoneraría de su criminalidad y que el Señor los recibiría en el reino de los Cielos como los más inocentes y justos en la Tierra.

No eran, los estafadores, personas convencidas de los clásicos de la literatura o de la ciencia para sus tertulias. Nunca necesitaron de pasar horas o días en bibliotecas públicas buscando contacto con los textos de las Sagradas Escrituras. Tal vez, sí leyeron algunos capítulos de la economía donde las reglas elementales de las matemáticas resuelven el resultado de los negocios. Dominaban muy bien la teoría sofística pero adaptada al comercio. Primero convencían a sus víctimas de la existencia de Dios, no se desesperaban por el inmediatismo de las reacciones, dialogaban con la naturalidad del Quijote convencido que Sancho era incapaz de decirle ¡no! a su propuesta, gesticulaban con la solvencia del que va asegurando en cada una de sus palabras la credibilidad necesaria en su propuesta y en las ideas del Señor, en las bondades del Cielo de que un día plagará la Tierra con la felicidad prometida, pero antes hay que hacer negocios para mejorar las condiciones de vida de los que sobreviven a los muertos. Por eso escogían a las personas que suelen tenerse por más suspicaces, más desconfiadas, esas que dicen ser como Santo Tomás: ver para creer. Bien sabido es que cuando el desconfiado adquiere confianza en algo, termina siendo un creyente ciego de ese algo.

Los estafadores, con su “Dios sí existe” primero que todas las cosas y sin uso de ningún método de violencia social, abordaron militares y policías, les expusieron sus ofertas agradables y factibles al sueldo de aquellos, les prometieron felicidad en la Tierra sin tener que ir primero al Cielo, los ganaron conscientemente para sus trampas y los enredaron en las marramuncias de su sofisma. ¡”Cayeron en la trampa”!, se dijeron para sí mismos los estafadores y sonrieron y recibieron las primeras cuotas de la oferta Sin embargo, los estafadores no le prestaron atención al factor tiempo como sí lo hicieron quienes vivían esperanzados en obtener la finalidad de su compra lo más inmediatamente luego de cancelar las cuotas exigidas para la entrega del beneficio. El tiempo que perdieron los estafadores lo ganaron los estafados aunque no se sabe si vuelven a recuperar su dinero perdido. El tiempo no es, de ninguna manera y si parafraseamos a un gran estudioso de esa materia, un factor secundario cuando se trata… de una estafa… es infinitamente más peligroso confundir el presente –realización de la estafa- con el futuro –cuando se descubre la estafa por imposibilidad de cumplimiento de la promesa-. Los estafadores, simplemente y en contradicción con su inteligencia y astucia, no entendieron su acción como un hecho histórico de tiempo concreto y se dejaron influir por la ambición de cada día hacerse más ricos mediante el método de la estafa. No previeron que la policía podía ser dateada a tiempo y seguirle las pistas hasta dar con sus paraderos. La ambición desmedida por el dinero calcina el cuerpo celular del cerebro, lo embota, lo obnubila, lo desconcierta y lo resigna al mal proceder hasta caer en las garras de sus estafados o de algún organismo de seguridad de Estado.

Los estafadores nunca tomaron en consideración que ya tenían en su poder la macoca de sesenta y cuatro mil millones de bolívares de los viejos (64.000.000 millones de bolívares fuertes). Si lo llevamos a dólares, comprando éstos a cinco bolívares fuertes, se obtiene, nada más y nada menos, que doce millones ochocientos mil dólares ($12.800.000). Bueno, si en Argentina y en Estados Unidos se formó un escándalo político por unos piches ochocientos mil dólares, ¿qué no causaría la cantidad antes mencionada?

Ahora los estafadores en condición de presos y sometidos a juicio jurídico podrán, con más fe que oportunismo, creer en la existencia de Dios, pero éste, por invocarlo en un negocio ilícito que nunca autorizó, no meterá sus manos en conseguirles la libertad. En la cárcel de este tiempo lo que más vale es el Dios-Dinero para costearse los gastos de un excelente abogado penalista que viene siendo, con todas las legalidades y con el mayor respeto por su profesión, el más ducho experto en los enredos y embotellamientos de los análisis y conclusiones jurídicas, donde una verdad procesal, supera y vale mucho más con creces que la verdad verdadera.

Imploro a Marx por todos los santos y los proletarios con profunda fe ideológica en su doctrina, que algunos camaradas astutos para los negocios (aunque no tengan la estafa por oficio), aun creyendo en que “Dios no existe” hagan realidad el milagro de desbancar las arcas de capital financiero de unos cuantos magnates de la economía para que esa riqueza sea usada en beneficio de la revolución. ¡Amén!



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Freddy Yépez


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