En este mundo, globalizada al máximo de personas la pobreza y desglobalizada al mínimo de manos la riqueza, se produce una combinación casi perfecta entre la tecnología comunicacional y la astrología para suplantar, como ha sucedido en muchas regiones del planeta, el interés por el conocimiento científico de las verdades que comprometen un modo de producción (capitalista) que ya no tiene, por ninguna de sus puertas o ventanas, una salida a las inevitables crisis que hacen andar a los cinco continentes con todos sus habitantes por dentro con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo, desfavoreciendo a la aplastante mayoría de la humanidad y favoreciendo a una minoría que cada día es menor.
Los astrólogos, en este mundo absurdo que no sabe a dónde va salvo una minoría, ocupan la atención de millones y millones de personas y, especialmente, de aquellas que el capitalismo les niega acceso a la educación y la ciencia pero les oferta la distribución de su tiempo en telenovelas y programas que conducen, de manera indubitable, al avance de la ignorancia y la desmemoria. Para eso cuenta, entre otras cosas, con poderosísimos medios de comunicación y publicidades –principalmente- de hermosas mujeres desnudas o semidesnudas, haciéndole propaganda a mercancías o fetiches que nada tienen que ver con los glúteos o piernas bien torneadas, que copan casi toda la percepción de la audiencia, tanto de la femenina como del masculino. ¿Qué tiene que ver una crema dental con el trasero de una mujer o los testículos de un hombre? ¿Acaso existe una ideología científica capitalista que demuestre la necesidad de cepillarse, en vez de los dientes y la lengua, los glúteos y los testículos?
Nada tengo en contra de los astrólogos. Respeto, por un lado, su constante necesidad de estudiar, investigar, lectura y, por el otro, su perseverante “instinto” de adivinador o de pronosticador. Sin embargo, no puedo reconocer un carácter científico en lo que no es científico. No soy asiduo ni de telenovelas ni de programas de astrología. Empero, por cierta disposición de tiempo o de fastidio o cansancio en determinado momento, me he ocupado de ver y escuchar un programa de un joven que, por simple percepción, impacta por su actuación y más que por sus conocimientos, por su inteligencia, su imaginación, su astucia, su vivencia teatral que le hace irradiar una especie de adivinación y de credibilidad que cala en la conciencia de la audiencia. Incluso, cosa curiosa, el físico del joven resulta favorable para el papel que desempeña como astrólogo o adivinador. No sé a qué tendencia política o ideológica pertenece ese joven, pero, todo indica, que no puede ser marxista ni tampoco de una ciencia natural específica. Eso no importa.
Lo cierto es que el joven tiene dos programas en la televisión: en uno, se dedica, a través de las cartas astrales, a pronosticar el presente y el futuro de las personas; pero, además, ofrece mejorar la situación económica de la gente dando números de lotería. No sé ¿cuántos han ganado dinero con los triples que da el joven, pero tampoco cuántos han perdido sus realitos creyendo en su pronóstico de azar? Es de suponer que si todas las personas que creen en el pronóstico de lotería del joven han ganado, las agencias de loterías deben haberse arruinado y cerrado sus puertas, porque serán los reales perdedores sin posibilidad de ganar un solo día, salvo que el joven astrólogo no aparezca al aire en la televisión. ¿Qué pensarían los vendedores de loterías si toda la gente que juega ese azar busca el mismo número y no vende los restantes? No, no, eso no es creíble que alguien, a través de cartas y son doce signos zodiacales, pueda adivinar el triple que va a salir en una determinada lotería todos los días, salvo que recomiende mil triples de los cuales, lógicamente, uno saldrá victorioso. Definitivamente, si eso fuese así dando un solo número de los mil y saliendo ganador, ese juego de azar hubiera desaparecido completamente en nuestro país.
El otro programa, el que más impacta y hasta lo hace interesante no por lo anticientífico sino por lo exclusivamente imaginativo y la manera astuta en que el joven astrólogo concentra la atención de la audiencia para que todos los asistentes afirmen sus pronósticos. En ese programa, el joven astrólogo, pone a la audiencia a hablar con sus muertos. No pocas veces arranca el llanto de las personas cuando les informa lo que a través de él mandan a decir los familiares muertos de los vivos presentes.
Hablar con un muerto es tan semejante a que éste haga el velorio y, de paso, cargue la urna y entierre a su vivo que muera. Si fuese cierto que pudiera un vivo hablar con un muerto, habría que preguntarse: ¿para qué utilizar un intermediario? Alguien creyente en ese mito o fábula desprovista de toda realidad pudiera responder con dos respuestas: una, que el vivo no quiere hablar, por algún motivo, en directo con el muerto; dos, que el muerto no quiere hablar, por algún motivo, en directo con el vivo. Por eso existe el intermediario.
De verdad, respetando al joven astrólogo y a la audiencia que cree en que los vivos pueden hablar con los muertos o lo contrario, esa creencia está entre los pensamientos más absurdos e incompatibles con la ciencia y, especialmente, con la natural. Eso no tiene ni un ápice de científico, porque todo, de pies a cabeza, es una ficción o una astucia astrológica que funciona como un duende en la cabeza de los creyentes.
Cierto es que algunos eminentes investigadores tuvieron o tienen creencias muy extrañas e inexplicables desde el punto de vista de la ciencia. Newton, el célebre físico que aportó conocimientos en variadas ciencias (astronomía, física, matemáticas), tenía por hábito vestirse de beato aunque se negó a recibir los últimos ritos de la Iglesia; Voltaire, controversial y polémico con la Iglesia católica, al final de sus días en la vejez decidió hacer la primera comunión y negarse en la segunda para poder tener acceso a un entierro de acuerdo a su fama; Lope de Vega, Luis de Góngora, Tirso de Molina y Miguel de Cervantes, se ordenaron sacerdotes al final de sus vidas; Leonardo da Vinci vino a mostrar interés por la Iglesia católica al final de su vida; Frederick Nietzsche fue un ateo furibundo y su entierro fue todo un ceremonial cristiano en una Iglesia; Rousseau, para quien la sociedad era un contrato entre la gente, vivió una manía de persecución y terror convencido que lo querían envenenar con un vegetal inofensivo: el perejil.
Y tratándose de muerte, Bernard Shaw, semisocialista fabiano y quien gustaba burlarse de quienes creía sabían menos que él, nos vaciló para toda la posteridad, diciéndonos que “Una de cada persona muere”, pero nada nos dijo de que los muertos hablan, aunque millones y millones de personas creen que de que salen salen. .