El presidente Nicolás Maduro ha formulado un planteamiento al país en torno al flagelo de la corrupción, mal que indiscutiblemente se ha aposentado en la sociedad y que debe ser combatido, ante el riesgo de que se pierda todo el esfuerzo que se ha venido haciendo en función de la transformación revolucionaria de la sociedad venezolana. Para tal efecto tiene estipulado solicitar a la Asamblea Nacional que se le faculte con una Ley Habilitante para emprender, con toda decisión y mayor eficacia, este combate que, ciertamente, nos compete a todos.
Ya en columna anterior sosteníamos que la declaratoria de emergencia nacional, que ha anunciado el Presidente Nicolás Maduro, para combatir la corrupción tiene pleno fundamento y, en esta oportunidad, queremos abordar el punto relievando manifestaciones concretas de ese mal que corroe las entrañas de la moral republicana, que de no ser contenido nos puede llevar, como país y como sociedad, por derroteros francamente lamentables.
En aras de la moral pública y de los nuevos valores que deben primar en una nueva sociedad, la sociedad del porvenir, hay que rechazar y sancionar prácticas tales, como:
La del político que en el ejercicio del cargo que desempeña, a cualquier nivel, sobrepone intereses personales o grupales por encima del interés colectivo.
La del empresario (grande, mediano o pequeño) que en su afán desmedido de lucro opta por desmejorar la calidad del bien que produce, del servicio que presta o especular con los precios de los mismos sin ningún miramiento hacia la colectividad.
O del militar que, por ejemplo, estando de servicio en la Frontera entra en contubernio con contrabandistas, paramilitares y narcotraficantes con tal de lucrarse sin medir las consecuencias de su accionar.
El banquero que utiliza su posición privilegiada para enriquecerse de manera desaprensiva o simplemente para robarse los dineros que le pertenecen a los ahorristas.
El funcionario público, del nivel que sea, que utiliza el cargo que desempeña para lucrarse indebidamente o maltratar al ciudadano que requiere de su atención.
La del profesional (médico, abogado, ingeniero, etc.) que asume la relación con sus pacientes, defendidos, clientes, etc., en función del interés meramente crematístico y en detrimento de la prestación social que le corresponde.
O el deportista que motivado por su afán de dinero o de fama no le importa recurrir al dopaje o cualquier otra desmesura que le permita alterar su puntuación o sus marcas.
La del policía que utiliza su posición para matraquear o sembrar a cualquiera con tal de obtener ingresos extras. Así como el fiscal de tránsito que está a la caza de algún infractor, no para multarlo debidamente sino para exigirle una vaina y dejarlo ir.
El sacerdote que prefiere postrarse ante el poderoso que velar por los pobres como lo hiciera Cristo redentor.
El educador que más que interesarse por la calidad de la educación que imparte versa su preocupación por obtener mayores beneficios. Y así, el prestador del servicio de salud que más que preocuparse por el enfermo le interesa son los dividendos que este pueda generarle.
El mecánico, el plomero, el albañil, el electricista, etc., que está a la caza del chance para fregar al cliente antes que prestar un efectivo servicio.
El periodista, el intelectual, el filósofo, el sociólogo que prefieren tergiversar la realidad, sus reflexiones, investigaciones o estudios para satisfacer intereses determinados antes que colocarse al servicio de la sociedad.
El estudiante que no se ocupa de formarse académicamente sino de ascender de grado por la vía del fraude, de la chuleta o de la copia.
La del comerciante (grande, mediano o pequeño) que especula con los precios de manera inmisericorde sin pensar en las consecuencias negativas de su proceder.
En fin, esta relación se haría interminable pues la corrupción, tal flagelo, está presente en todos los intersticios de la sociedad. Esta es una de las característica que identifica toda sociedad clasista, particularmente, a la sociedad capitalista en la que se le rinde culto desmedido a los fetiches de la mercancía, del dinero, del poder, y en la que los valores que privan son el del lucro, la ganancia, la competencia, con sus respectivas consecuencias de perversión de las relaciones humanas y sociales. Y de este mal están impregnados, y esto hay que decirlo, con toda firmeza, tanto algunos que se visten de rojo-rojito como muchos que se ubican en el campo opositor.
Asumimos que lo que pretende el Presidente Maduro, siendo consecuente con los postulados de Chávez y Bolívar, solicitando la Habilitación a la Asamblea Nacional, es la de salirle al paso a este mal que está carcomiendo los cimientos de la sociedad venezolana; esperamos que en el Parlamento surja el apoyo necesario para conformar las dos quintas partes requerida de sus integrantes y concretar de esta manera el combate en el terreno jurídico-legal; porque en el campo político y de masas está claro que los sectores más conscientes del pueblo están prestos para involucrarse, a través de la denuncia y la movilización del Poder Popular para abatir a la corrupción, y a su hermano gemelo: el burocratismo. Todo ello mientras se avanza en la edificación de una nueva estructura económica con nuevas relaciones sociales fundadas en la solidaridad y en el Buen Vivir, libre de explotación y del afán de lucro desmedido.
Lastima que el grueso de la dirección de la oposición no se hace eco de la política anticorrupción del gobierno ni del clamor popular, por el contrario al aferrarse a su obtusa posición de oponerse a toda iniciativa gubernamental, muy en el fondo, lo que gravita en el discurso de Capriles y de su combo derechista es la preservación de la sociedad capitalista, de su práctica explotadora y de sus fetiches y valores viles; por algo, para esa gente, el modelo de sociedad a seguir es la estadounidense, si acaso la más corrupta, perversa y descompuesta del mundo contemporáneo.
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