Burócratas y Burrócratas

Max Weber, uno de los padres de la sociología, era, innegablemente, alemán. Alemán hay que ser para pensar una teoría de la burocracia según la cual la autoridad burocrática se basa en la racionalidad instrumental, que selecciona los mejores medios para los fines, que reduce todo a una abstracción formal, a los reglamentos la totalidad de los procedimientos del estado; que abstrae a los individuos de sus peculiaridades personales, instaurando una igualdad formal. Muy alemán es eso de que los planes, hechos a corto, mediano y largo plazo, se ejecutan, se controlan, se evalúan cada cierto tiempo, para posibilitar una nueva revisión de los planes de acuerdo a los logros y las fallas, para garantizar una eficacia y una eficiencia fría e impersonal, como la de una máquina automática, sin mucha bulla, con apenas un zumbido de engranajes.

Tan alemana es esa teoría que uno, caribeño y guapachosamente latinoamericano, piensa que, al lado, complementando y quizás contradiciéndola, habría que formular otra acerca de la burrocracia (así, con dos r), propia de nuestro estado.

La primera idea que nos hace ruido es lo de la racionalidad. Acá las grandes decisiones gubernamentales, surgen de pronto, como una inspiración, a la manera de los improvisadores de versos del llano. Rara vez son la conclusión de algún estudio paciente, callado y largamente madurado. Adquieren “razón” (¿razón?) gracias a la gran fanfarria televisiva, hoy complementada por los twitter, whats app y demás redes sociales de moda con su retórica recortada.

Aquí los planes no tienen nada que ver con la ejecución. Mucho menos con el control. ¿Evaluación? ¡Por favor! Aquí los cambios siempre son causados por la sustitución personal del funcionario, sea ministro, director, secretario. Los grandes programas, esos mismos que se anuncian en cadena (o que se anuncian que se van a anunciar), se suceden unos a otros, no como resultado de una evaluación, sino del mismo ánimo improvisador del contrapuntista. No hay mediano plazo; mucho menos largo. Sólo hay el plazo de duración del tipo en el cargo. Por supuesto, ni pensar en la continuidad de los programas. Con cada ministro, todo vuelve a comenzar. Alguien llamó a eso “adanismo”. Más bien parece un “cainismo”, porque cada ministro o gobernador se dedica a asesinar al anterior.

Nada que ver con la abstracción formal. Aquí todo es muy, pero muy, personal. A falta de confianza profesional, basada en credenciales académicas, impera el amiguismo, la familiaridad, la “palanca” y el compadrazgo. Por eso, los cargos y los presupuestos son personales también. Eso que llaman corrupción es consecuencia de esa informalidad. José Manuel Hermoso una vez llamó “privatización de lo público” a la corrupción. Dudo que haya siquiera una noción de lo público, porque eso es muy abstracto. Sólo hay personas concretas, familiares, “panas”. Y, por supuesto, real, mucho real, a disposición de esas personas concretas, desordenadas, de paso.

Por supuesto, eso de la frialdad automática de las máquinas, no tiene nada que ver con nuestro estado. Aquí nada funciona automáticamente. Hay que estar engrasando permanentemente la máquina. La moral de la obligación, esa basada en el imperativo categórico universal, es demasiada alemana. Aquí la norma “moral” es “Jalar arriba y patear abajo”. Adular al superior; maltratar a los subordinados o al público. Y como hay la paranoia de la “fortaleza sitiada”, todos son sospechosos de traidores. Si usted reclama que al seguro de los maestros estadales se les adeuda los años del 2000 al 2002 y eso obstaculiza su jubilación, si usted observa que ya van tres cambios de política, sin balance, en relación a los niños con discapacidad. Eso para hablar de “pequeñas cosas”. Para no hablar de la política de seguridad, o la económica, o la de la salud, o la de la ciencia y la tecnología ¡Weber, weón! Pobre.

¿Eso viene desde Gómez? No, chico. Según Cabrujas eso viene de antes. Y si le creemos a Bolívar, viene de aquella “República aérea” de los aristócratas del 5 de julio. Es una simulación, un “como sí”, que todos hacemos como si creyéramos, pero que todos compartimos, con un brillo cómplice en los ojos.


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Jesús Puerta


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