Confieso de entrada, y me atrevería a hacerlo hasta de salida, que lo que voy a decir no lo he demostrado en laboratorio (porque no tengo) como para que pueda considerarse una verdad científica. Pero sí debo decir con humildad que obedece a mis intuiciones con el buen refuerzo a menudo de una que otra experiencia o noticia de última hora sobre cada particular.
Me ha parecido siempre que se cae de maduro que los humanos no nacemos ni buenos ni malos. Que lo único que pudiera hacernos aparecer como “malos” son en justicia los instintos, unos programas genéticos que nos hacen actuar para que se garantice el cumplimiento en nosotros de ciertas conductas sin que tenga que mediar –en principio- el denominado libre albedrío, unido a la irritante hipocresía de la sociedad. Me ha lucido de un largo tiempo para acá que los instintos son los amigos más traicioneros que podemos tener; sobre todo el sexual.
También estoy como convencido que los instintos son los que nos acercan más a la condición animalesca. Y que lo único que pudiera hacernos tomar conciencia de ellos, es la formación a través de la educación, la educación como un proceso complejo, cierto en lo intelectual y preconcebido, que permita hacernos cada vez más humanos, porque a diferencia del resto de los animales, somos racionales (salvo Bush) y por ende hacer que nos alejemos cada vez más de esa instintiva animalidad in sólidum vestida con diferentes ropajes. Si no, veamos el caso ya alarmante de las menores embarazadas que tronchan su vida y a la vez convierten a su hijo en otra futura víctima de su instinto; y así sucesivamente. Así mismo a sus contrapartes masculinos que asumen una prematura responsabilidad, o aprenden a ser irresponsables. O el caso reciente del reputado científico -para colmo en genética- que fuera condenado a 14 años de cárcel por haber abusado, bajo relación de confianza, de una niña de catorce. En ambos casos se nota que no se aprendió a domeñar el instinto sexual por no habérseles enseñado, a corta edad, a tomar conciencia de él. Y lo peor es que el sexo ni siquiera es un sentimiento. Por esto es que la educación sexual (incluso desde la primaria) debiera consistir más bien en enseñar cómo concienciar lo instintivo que es el sexo, a la par del uso del condón.
Y es que el instinto sexual nos permite desde muy temprano sentir cosas extrañas, como cosquilleos que muy pronto nos dan a conocer -y sin mucha delicadeza que digamos- que tenemos un pipí o una cacharita. En el caso de los hombres cualquier evento nos solivia. Tengo un hijo que cuando veía a Iris Chacón en atrevido close up de su trasero bastante adulto y trémulo por cierto, se ponía de inmediato como vara de guindar chorizos, tal cual decía un amigo que se ufanaba de ser metafórico. Y yo me sentía orgulloso porque pensaba que se parecía a mí. ¡No, era por el instinto que ya comenzaba a apoderarse del pobre teniendo sólo año y medio. ¡Y si le hubieran visto los ojos a tan tierna edad! En mi caso no sabía, ni aun siendo padre, que yo estaba perdido. Y tuve que instruirlo bien, luego de pasar por muchas penurias en ese campo, para que tuviera buen cuidado con esas reacciones, porque él confundía eso con el amor y se me podía casar de pronto. Eran otros tiempos. Él después aprendió a manejar con criterio los tales cosquilleos y por ello mismo nunca llegó a embarrancarse… Ese bendito instinto es el que garantiza que nos reproduzcamos, dándonos no sé si en afortunada compensación esos cosquilleos como para que no nos resulte además un trabajo pesaroso. ¿Se imaginan la reproducción sin los benditos cosquilleos? Cada uno de nosotros diría: -Esta noche debo reproducirme. ¡Qué fastidio, no joda!
El otro instinto es el de conservación, el de sobrevivencia. Este instinto evita que nos muramos por dejadez o flojera. Nos obliga pues a mantenernos vivos; nos obliga a vivir a como dé lugar, mientras seamos normales, claro está.
Pero una cosa es vivir bien como humanos sin tener que perjudicar a otro ser o al colectivo mismo, y dentro de parámetros razonables de naturaleza social, y otra cosa es vivir sabroso... Y en este vivir sabroso es donde está justo el asunto que nos tiene tan preocupados.
Pero quién le dice a uno lo que significa vivir sabroso y cómo se logra vivir sabroso.
Bueno, nada más y nada menos que los nuevos programas que nos van grabando en el “disco duro” a medida que crecemos y que lo que vienen es a reforzar nuestros instintos para incluso llevarnos a bordes muy riesgosos. Porque vivir bien, por ejemplo, pudiera consistir en tener una responsable educación pública, luego en tener un trabajo que nos permita vivir con decoro y adquirir una habitación decente, en tener una familia de número ponderoso, en gozar de buena recreación y en la vejez poder disfrutar de una pensión que nos permita morir con dignidad, sin que nada de eso se convierta en óbice para que seamos lo que queramos: un científico, un músico, un literato, etc. a fin de que alcancemos así realizarnos espiritualmente y en consecuencia conocer la felicidad, que es el objetivo más serio del vivir bien.
Ahora, si vivir sabroso es vivir ido de madre, vale decir: terminar paloteado todos los días con güisqui 18 años o incluso Glenavon Special Liqueur si fuere posible, y luego ahito de churrasco argentino en un restaurante fijo, vivir rodeado de hembras como gustan decir todos los del vivir sabroso, poseer bienes materiales costosísimos y de toda índole e irse a Miami todos los fines de semana a ver cómo está la vaina por allá, es una manera de vivir sabroso, sí, pero totalmente desenfrenada y por ello irresponsable y depredadora. ¿Y quiénes van adoctrinando a los niños para ese vivir tan así de sabroso? Eso es lo hay que ver bien, porque para vivir así de sabroso hay que robar también sabroso… Y no sólo en los cargos, sino también en el comercio.
Una manera cierta entonces de combatir la corrupción, podría ser enseñar a los niños a concienciar sus instintos más primarios para que vayan aprendiendo a domeñarlos, y así evitar a todo trance que primero adquieran la desvergüenza, y luego la cárcel si es que la justicia llegare a presentarse.
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