No permitamos que cuatro impostores enloden estas banderas

La honestidad y el sacrificio son banderas revolucioinarias

Hace un buen tiempo que vengo insistiendo en que los revolucionarios debemos levantar las banderas históricas de la honestidad socialista y no permitir que se vaya haciendo hábito el tener que bajar la cabeza o dar mil explicaciones cuando a los epítetos con los cuales se nos ataca se va añadiendo, cada vez con más fuerza, el de ladrones, corruptos, falsificadores de la ideología, etc. A lo largo de nuestra vida de lucha debimos enfrentar toda clase de discriminaciones y acusaciones de parte del aparato propagandístico de la burguesía: violentos, materialistas, violadores de las libertades, expropiadores de la vida, come niños, y un largo etcétera, pero jamás se nos acusó de corruptos. ¿Cómo?, ¿cómo acusar de corruptos a quienes siempre andábamos pidiendo una locha para juntar un mediecito o buscando donde escondernos? Eso ha cambiado y produce indignación. Indigna ir encontrando cierta dureza y escepticismo a nuestro mensaje entre nuestra gente humilde y que la razón sea… porque mira como está fulano, o fíjate en mengano como tiene lujos. Este nuevo frente de lucha hemos de enfrentarlo con nuestros valores más profundos, sin concesiones a nada ni a nadie. Ser socialista es necesariamente ser honesto por vocación y punto.

 En la medida en que las contradicciones se extreman debido al inevitable enfrentamiento, ontológicamente insoluble, entre el sistema capitalista y el socialista, ambos sistemas deben recurrir a sus esencias para ganar la batalla. El capitalismo no tiene problemas, es como es y no lo esconde, el problema –sin duda- está del lado revolucionario. Nos hemos contentado con acciones progresistas pero profundamente contaminadas de valores pequeño-burgueses especialmente en cierto liderazgo. Resulta preocupante la facilidad con la cual algunos de quienes han alcanzado responsabilidades de liderazgo –en lo alto como una luz para que el pueblo los vea y no debajo del celemín y ocultos, como reza un pasaje evangélico- exhiben una ramplona y descarada incoherencia entre sus modos de vivir y sus discursos.

 Resulta inaceptable que quien predica socialismo –igualdad, justicia y amor al prójimo- practique en su forma de vida el disfrute descarado de injustos privilegios y no le repugne sin necesidad de que nadie se lo indique. ¿Sería aceptable –en el marco de una correcta ortodoxia socialista- que en una fábrica, o cualquier otra actividad, donde trabajan 100 obreros, 99 ganen el mínimo salario, mal vistan, se desplacen a sus humildes viviendas en transporte colectivo y deban enfrentar la inseguridad al llegar al barrio, mientras uno de los obreros, precisamente el que se coloca en lo alto, el que más invoca igualdad y socialismo, el que día a día predica socialismo y revolución, se desplace en lujoso vehículo con chofer, posea escoltas y viva en hotel cinco estrellas? ¿Encontrarían este modo de ser como auténticamente socialista?

 Eso puede tener explicación dentro del marco de relaciones de producción capitalista pero resulta, reitero, intolerable en un “apóstol” del socialismo. Resulta conmovedor y tristemente doloroso observar como estos “apóstoles” no se sienten desafiados por su propia conciencia. Digamos que si acaso ocurre lo disimulan muy bien. Resuena en nuestras mentes con fuerza la afirmación de aquel humilde y sencillo, Jesús de Nazareth (quien por cierto no entró a Jerusalén aquel domingo de ramos en espléndida carroza halada por un tiro de diez caballos blancos sino en un borriquito), cuando exigía para sus apóstoles que el seguimiento pasara por el desprendimiento, alegre, libre y consciente, de todo bien material o poder, “No se puede servir a dos señores, porque se terminará despreciando a uno y amando al otro; no se puede servir a Dios (el pueblo, el socialismo) y al dinero”. El poder y el dinero, y todo cuanto con ellos se logra, convierten al “apóstol” en soberbio, arrogante, torpe e indiferente, cualquier cosa, menos un socialista. En otras palabras, el poder, el dinero y el modo de vida burgués, encallecen el espíritu.

 Se hace muchísimo daño a la Revolución con estas imposturas. El burgués, por clase y naturaleza, no lastima la fe en el socialismo del pueblo. El pueblo lo conoce bien y sabe como es. El “apóstol”, tiene la malhadada virtud de robar al pueblo su confianza. Lo hace pensar que todo es más de lo mismo. Pone al pueblo al borde del desencanto, de la desesperanza, del retorno al redil de sus verdugos de clase. Esa es la terrible responsabilidad de quienes suponen “que nadie se da cuenta”, o acaso, ni siquiera lo piensan ellos mismos embrutecidos hasta el paroxismo.

 No pongo en duda que –como lo señala el apóstol Pablo, ese apóstol que exige “consumirse como una vela al servicio del pueblo”- el obrero merezca su salario, y así, cada persona, fruto de su trabajo obtenga beneficios económicos o privilegios. Digamos que aunque no lo comparta estrictamente, por principios, no me alarma ni me repugna. Lo insoportable es que la persona se presente como “apóstol del socialismo”. Porque ser apóstol del socialismo significa renunciar voluntariamente a toda clase de privilegio que no sea el que deriva de pertenecer a la clase más elevada de ser humano alguno: revolucionario por y para el pueblo. Significa no aceptar nada que rompa la igualdad que se persigue –o debería perseguirse- como la danta busca las fuentes de agua. Cuando no es así, poco importan el verbo o los gestos, todo se escurre como arena entre los dedos.

 Este tipo de exhibición de privilegios –además descarado y sin signos de dolor alguno de conciencia- es letal para una revolución socialista. Quizás ningún otro enemigo sea más mortífero que este. Luís Britto García, los llamó en un excelente escrito, “los roba votos”, yo los llamo “los mata sueños”. El discurso revolucionario en la boca de un individuo que goza de privilegios groseros ofende. Este discurso termina siendo una bofetada en el rostro de un pueblo que tiene las manos cuarteadas de tanto apretar los sueños; un pueblo que lo ve desde su rancho con techo de lata; un pueblo que “baja a la ciudad y se pierde en su maraña”.

 La forma concreta de hacer la revolución para un apóstol, cuadro o misionero revolucionario, pasa necesariamente por un modo de vida socialista. Ser apóstol o cuadro revolucionario, mucho más allá de las poses, es una experiencia profunda de amor por ese pueblo que sufre. Pueblo para el revolucionario es toda persona con la que se encuentra, pero de modo especial y dilecto, pueblo es el más necesitado, el históricamente explotado, el atropellado… aquel por quien el revolucionario es revolucionario. El pueblo se hace prójimo por amor. La existencia –a pesar de tantos logros y esfuerzos- de cientos de miles de compatriotas viviendo en extrema pobreza tiene que desafiar y acusar la conciencia del revolucionario si este es algo más que un farsante. El pueblo pobre no lo es por fatalismo. El pueblo pobre es pueblo empobrecido, justamente por la explotación, las desigualdades y los privilegios de unos pocos, es decir, es pueblo estafado, defraudado, robado, enajenado del derecho a la vida y la dignidad humana y no se le puede seguir humillando con la exhibición de privilegios impunemente. Un revolucionario que disfrute de injustos privilegios por el hecho de serlo es simplemente un canalla.

 La conciencia –si acaso algo le quedara de ella- no puede dejar dormir tranquilo a quien escala a modos de vida burgueses y además, descaradamente, lo hace a nombre del amor al pueblo. ¿Qué diferencia habría entre esta impostura y la de los obispos y jerarcas “representantes” de Jesús que banquetean en palacios arzobispales, en camionetas de lujo y rodeados del “dulce encanto” de la burguesía? Supongo que en algún momento de reflexión, estos impostores, al mirar el contraste entre el desempleado pobre que hasta hace muy poco eran y los poderosos que hoy son, deberán sentir infinita vergüenza, si es que aún algo les queda de esta virtud humana.

 Amar al pueblo tiene que significar sumergirse profunda y solidariamente en el conflicto social que crea semejante injusticia. Debe significar hacer una irrenunciable elección de vida: “Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar” nos decía el apóstol de la libertad, José Martí. Tiene que significar elegir el drama del pueblo explotado y empobrecido hasta las últimas consecuencias, aún si muchas de estas son dramáticas en términos personales, familiares o de grupo. Significa una renuncia total a los mecanismos ideológicos y vitales del poder burgués. Significa amar al pueblo dentro del conflicto, amarlo con limpieza de corazón y sincero espíritu socialista. A las formas de vida del rico, del poderoso, del causante de los males que está sufriendo el pueblo, hay que desterrarlas con asco, en primer lugar, dentro del corazón y el espíritu del revolucionario mismo. El proceso de liberación comienza en el campo de batalla interno y personal del propio revolucionario. Sólo si se vence a sí mismo podrá vencer al adversario. Un “revolucionario” blandengue, un “revolucionario” débil, que no es capaz de vencerse a sí mismo, sólo ruina podrá traer a la Revolución a la que dice servir.

 En marzo de 1963, el Che –ese Che tan exhibido en afiches, franelas y gorritas, como para ayudar al mimetismo- decía a una Asamblea de Trabajadores: “El ejemplo, el buen ejemplo, como el mal ejemplo, es muy contagioso, y nosotros tenemos que contagiar con buenos ejemplos, trabajar desde el ejemplo sobre la conciencia de la gente, golpearle la conciencia a la gente, demostrar de lo que somos capaces; demostrar de lo que es capaz un revolucionario, de lo que es capaz una Revolución cuando está en el poder, cuando está segura de su objetivo final, cuando tiene fe en la justicia de sus fines y la línea que ha seguido, y cuando está dispuesta, como estuvo dispuesto nuestro pueblo entero antes de ceder un paso en lo que era nuestro legítimo derecho” Yo añado… más ejemplo, más ejemplo radical de socialismo, y menos teatro camaradas, más sacrificio y menos pantalla. Que no tengamos que bajar la cara con vergüenza cuando mañana nuestros hijos, hijas o nietos y nietas, nos pregunten que hicimos con esta oportunidad histórica, ¿por qué nos callamos?, ¿por qué ni hicimos nada? 



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Martín Guédez


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