No podía ser de otra manera la actual escalamiento de la confrontación armada entre la insurgencia colombiana y las Fuerzas Militares, la Policía y el DAS del Estado Colombiano, después de la orden suprema de su comandante en Jefe de “Arreciar, Arreciar, Arreciar”, dadas al inicio de su mandato y su desplante a la propuesta del Comandante del Secretariado de las FARC-EP, Alfonso Cano, de explorar el inicio de diálogos dirigidos a una solución política negociada al actual conflicto social y armado interno, reconocido ya por la ley colombiana.
Eufóricos por haber dado muerte del comandante “Mono Jojoy” Briceño, el más prestigioso cuadro militar de las FARC después del fallecido jefe guerrillero Manuel Marulanda Vélez “Tiro Fijo”, el Estado Colombiano se decidió a profundizar su estrategia de aniquilamiento personal de la dirección político-militar de las FARC-EP, con el fin de producir las condiciones militares, políticas y sicológicas convenientes para plantear un cese a la confrontación militar en condiciones de imponerle a la insurgencia una salida, más cercana a una capitulación que a un acuerdo entre dos fuerzas enemigas en confrontación desde hace 47 años; lo que explica las declaraciones del Ministro de la Defensa, Rodrigo Rivera y del Comandante de las Fuerzas Militares, Almirante Cely, anunciando cercos de aniquilamiento contra Alfonso Cano, entre el Huila y Tolima y, persecución contra Iván Márquez, Rodrigo Granda y Timochenko en el oriente, así como recompensas por delaciones a otros miembros del Secretariado de las FARC.
Era lógico pensar, entonces, que las FARC-EP debía darle una respuesta militar a esa ofensiva de aniquilamiento de su dirección político-militar y lo hizo con las tácticas que son de su dominio y en las situaciones más vulnerables de las Fuerzas Militares y la Policía Colombiana, como son los ataques a pequeñas unidades gubernamentales fijas o en patrullaje por áreas descubiertas y, el uso de campos minados para atacar y contener las respuestas de las tropas a tales operaciones; acciones que han sido trágicamente letales para las Fuerzas Militares y de la Policía colombiana, lo cual ha llevado a cuestionar la capacidad de los mandos militares para controlar las operaciones de las dispersas y altamente móviles pequeñas unidades combatientes de las FARC-EP.
Es explicable la reacción del presidente Juan Manuel Santos de crear un nuevo Batallón de Selva y movilizar más personal de tropa y policial para responder al ataque de las FARC-EP al puesto militar de Toribío, ubicado en el convulsionado Departamento del Cauca, pero lo que es inaceptable es la instrucción, personal y directa, a sus comandantes de campos, de que “… fuesen destruidas todas las casas que sean utilizadas por la insurgencia colombiana para realizar ataques contra la Fuerza Pública…”, lo que emularía la perversa práctica del ejército sionista en el territorio ocupado de Palestina, que utiliza explosivos y buldozers, para derrumbar las casas de los familiares de los combatientes palestinos o que, hayan sido utilizados para disparar contra las tropas de ocupación, como castigo colectivo, por las acciones armadas contra el ejército de ocupación.
La práctica de la destrucción de las casas de los combatientes o de la población civil es una actividad generalizada por los ejércitos colonialistas, imperialistas y regímenes represivos que se ven enfrentados a grupos de la resistencia o insurgente, como forma de castigo colectivo contra la población civil y, su ejemplo más emblemático del pasado siglo XX, fue la quema y destrucción de la pequeña población de Lídice (1.942), en la actual República Checa, como forma de castigo del ejército fascista alemán por el ataque realizado por grupos de la resistencia; prácticas que después aplicaron las tropas francesa en Argelia, las usamericanas en Vietnam, los portugueses en Angola, los belgas en el Congo y los racistas en Suráfrica.
El Estado Colombiano, que reiteradamente sostiene que sus operaciones militares y policiales están sujetas a lo dispuesto en su Constitución tutelar de 1.991 y en los Convenios de Ginebra de 1.949 y sus Protocolos, violaría tales instrumentos en los casos que respondiera a una operación guerrillera en contra de sus tropas y policías, destruyendo propiedad de personas de la población civil no combatientes, sean o no familiares de guerrilleros, especialmente si el uso de tales edificaciones por parte de la insurgencia no tiene el consentimiento de sus propietarios sino que es impuestas por la guerrilla en sus operaciones contra unidades militares acantonadas dentro del perímetro urbano de tales poblaciones.
El presidente Santos debería de abandonar la soberbia de la engañosa victoria y el desprecio al enemigo insurgente, que ha caracterizado el comportamiento de las elites civiles y militares gobernantes en Colombia en los últimos 60 años y aceptar, por el bien de Colombia, las colombianas y los colombianos y la paz, la seguridad, el desarrollo y el bienestar de Suramérica, que solo el camino de la paz acabará la violencia fraticida que averguenza, martiriza y desangra al pueblo colombiano y para ello es inevitable abrir los espacios del diálogo, las negociaciones y los acuerdos que pongan fin al conflicto social y armado interno. En ese camino de paz y no de a intensificación del conflicto y la demolición de viviendas, es que se podrán encontrar los apoyos para resolver el conflicto interno colombiano y garantizara la felicidad de esa parte del pueblo de Bolívar, en esta era Bicentenaria.
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