El sueño de un angelito

En 1987, empezando mis estudios en la Mérida bohemia y literaria, se dio un hecho que causó conmoción y dolor a la población merideña: el asesinato del estudiante Luis Caravallo Cantor. El hecho en sí: un desalmado abogado penalista le causa muerte. El punto radica en que en aquellos días el colectivo asumió un luto activo y desplazó a las leyes de la sociedad para imponer la ley de los hombres que no es más que el cultivo de la venganza.

Aquellos hechos fueron, y aún lo son en cierto sentido, justificados por la impunidad del Sistema Judicial venezolano; pero a su vez fueron cuestionados por su brutal reacción ante lo que podía ser una manifestación de reclamo a las autoridades para que agilizara los procesos y se hiciera justicia en el caso del estudiante. El tiempo dio la razón de todo a ese colectivo enardecido que incendió la ciudad: el asesino del estudiante gozó por años de privilegios y se hizo costumbre, en cada caravana de grado, pasar por el lugar del asesinato y por el sitio de reclusión del asesino, exigiendo justicia.

Hoy Guanare le ha tocado vivir un caso similar: la impunidad. Pero una impunidad malformada, orientada desde las redes sociales con mucho interés en provocar y causar estragos en la colectividad. El hecho, de convicción como expresan los abogados, no sólo es cuestionable, sino aberrante. Cualquier expresión o postura ante una situación como la acontecida nos lleva a un camino común: la condena. Pero a veces equivocamos ese camino; se llega a pensar que condenar significa tomar en las manos la espada de la venganza. Cuando en realidad, condenar significa señalar y apartar del rebaño de los hombres, a quienes obran en contra las leyes de Dios y de la sociedad.

El maltrato, en todas sus manifestaciones, es condenable; desde el jefe “gritón”, pasando por el padre “estricto” hasta el ocio morboso de agredir sólo para apreciar el dolor de alguien. Pero quienes condenan deben estar limpios de toda culpa; deben obrar con humildad, caridad y respeto. No pueden ser tan salvajes como quienes actúan en contra de las leyes de Dios y de los hombres. No pueden ser “bárbaros”, tienen que ser ciudadanos. Y es en este punto en que como sociedad herida ante hechos tan brutales como el asesinato del niño de cinco (5) años en los primeros días de diciembre del 2011, que bien vale decir que no nos hemos comportado con la ética suficiente para condenar. Destruir patrimonios, dejar en el abandono total a trabajadores que nada tienen de culpa con los hechos sucedidos, ha sido un acto equivocado, mal sano, nada concurrente con la Ley de Dios y de los hombres.

Pero hay un elemento de sensibilidad que se impone; que nos hace presos de un dolor profundo que no sabemos cómo apaciguar: la inocencia. Imaginar las horas de sufrimiento de ese infante, haber visto las imágenes dantescas de sus maltratos, y contrastarla con el rostro limpio y cabizbajo de quienes son los imputados del caso, en concordancia con los mensajes de twitter que develaban que algo se estaba “cocinando” para saldar de deudas a los imputados, fue como demasiado para un pueblo que como expresara el maestro Rafael Gaviria, “apuntaba…pero no disparaba”. Ese pueblo pacífico implosionó; rompió el celofán en que la espiritualidad y la tranquilidad de una sociedad como la guanareña, por años había estado acostumbrada. Una sociedad a la que los intereses políticos le han quitado todo (sedes de oficinas gubernamentales, centros comerciales, espacios recreativos, etc.), al verse en la inocencia de ese niño que no pudo protegerse, tenía que reaccionar de algún modo.

La mezcla impunidad-inocencia marcó la diferencia. El guanareño, a partir de ahora, asumirá una conducta más comprometida, menos sumisa; pero debe ser enmarcada en el respeto a las leyes y a los principios que como comunidad espiritual y mariana, tenemos en el marco de nuestra ciudadanía y convivencia. ¿Se justifica la acción colectiva contra tan brutal asesinato? Jamás pudiera justificar algo que esté en contra de nuestro deber ciudadano; pero tiene un sentido lógico cuando apreciamos el dolor y la agonía de quien fuera la victima.

Desconozco detalles de los hechos que llevaron a la muerte de este infante; pero como padre, como amigo, como ciudadano, hago un esfuerzo por apaciguar mi ira; las preguntas: ¿por qué, como sociedad, lo permitimos? ¿cómo lo hubiésemos ayudado? ¿cuántas veces me tropezaría con él en los últimos cinco años sin saber el calvario que vivía? ¿soy culpable yo por no haberme preocupado en detalles y adivinar que esa crituara en el mismo suelo que yo piso, era maltratada? ¿por qué Dios no me dio un aviso y actué? Son preguntas que van y vienen es este espíritu dolido que se siente impotente ante tan cruda realidad.

Sólo prefiero imaginar que cuando el Santísimo llama a un ser tan inocente es porque le tiene un lugar reservado en ese reino divino que todos anhelamos llegar; pero también imagino que ese niño tenía una voz, tenía unos sueños; quizás esperaba al niño Jesús que vendría pronto a su lecho. Y que quizás ese día, por ser tan especial, no tendría golpes ni dolor, y podría jugar, calladito, hasta que el sueño lo durmiera…Eso que imagino lo que hace es reforzar mi amor y mi perdón, para convertirme en un ser que éticamente esté inserto en la moral que condene por los siglos de los siglos, a quienes le quitaron el sueño a un angelito cuya única culpa fue la de no poder decir “auxilio”.

Invoco a todos los padres, hombres de bien, afectivos, cariñosos, que sin caer en el desconcierto de “malcriar” a nuestros hijos, le demos el derecho, en nombre de ese angelito que se fue y que estará con nosotros por siempre, de gritar, jugar, vivir, sin miedo, sin temor, sin dolor….-


azocarramon1968@gmail.com


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Ramón E. Azócar A.

Doctor en Ciencias de la Educación/Politólogo/ Planificador. Docente Universitario, Conferencista y Asesor en Políticas Públicas y Planificación (Consejo Legislativo del Estado Portuguesa, Alcaldías de Guanare, Ospino y San Genaro de Boconoito).

 azocarramon1968@gmail.com

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