No puede uno sino sorprenderse por la ironía y el sarcasmo del recluso de la cárcel de Sabaneta que eligió un mapache como mascota. Nada tan natural como que tal animalito esté preso, por algo la naturaleza lo dotó de ese antifaz que declara desde lejos sus cualidades de pillo. De tal condición pueden dar fe los europeos, cuyo continente se cundió de mapaches ladrones, gracias a unos tontos a quienes les pareció de lo más chic llevarse mapaches desde América en plan de mascotas.
A nuestro mapache de Sabaneta no se le ha visto merodeando por ninguna casa de la ciudad, aunque parece que a su dueño sí. Pero ello no será óbice para que, por los vientos que soplan, termine en la isla de Providencia.
No sé qué tan bien resisten estos animales la navegación, pero si se lleva adelante el proyecto de construir en Providencia la nueva cárcel, nuestro mapache puede terminar siendo el único ser vivo que realice placenteramente el viaje hasta la isla. En su caso, o bien termina allí confinado con su dueño o bien lo visitará semanalmente. En ambos casos, no hay dudas, el animalito podrá sentirse satisfecho.
El resto de nosotros, en cambio, no será tan feliz con este asunto. Por muy tomados que estemos por ese mito contemporáneo creado por el film Escape de Alcatraz, en nuestras fantasías de ciudad no se incluye una isla de Providencia rodeada de tiburones y vigilada por unos crueles carceleros, incansables represores de unos inocentes reclusos que solo intentan escapar. Además ¿quién va a sembrar los tiburones?
Que yo recuerde, Providencia tuvo siempre un halo de misterio. Vista a lo lejos desde la avenida El milagro, o más cercanamente, desde el puente sobre el lago, la isla fue siempre un territorio desconocido con el cual la imaginación podía jugar libremente. Pero no era una fuga protagonizada por Clint Eastwood lo que imaginábamos. Tampoco la zaga de un mapache intentando desembarcar en sus orillas. Uno imaginaba entonces la cotidianidad de esos prisioneros sin delito que eran los leprosos, las miserias de una enfermedad para la cual aún no existía un Jacinto Convit, y que condenaba a un grupo importante de personas al ostracismo y a no poco abandono.
Para imaginar a Providencia de otra manera hubo que esperar el cierre del leprocomio. Entonces hubo quien se atrevió a fantasear con caravanas de lanchas domingueras llegando a Providencia abarrotadas de niños y adultos que venían a adueñarse de un territorio y de un lago del cual se les había privado desde, por lo menos, el inicio de la explotación petrolera.
Aquella idea del Padre Ocando de construir en Providencia un gran parque para los habitantes de ambas costas, no solamente aliviaría el déficit de sitios públicos a los que la población tiene acceso, sino que serviría como catalizador del proyectado y siempre aplazado rescate del lago, además de darle un importante impulso a la consciencia ecológica y conservacionista de sus usuarios.
Seguramente todos preferimos que Providencia se convierta en la isla de los niños en lugar de la isla de los privados de libertad o, en el mejor de los casos, la isla del mapache.