Cartel y foto en uno de los carros de “Cabeza e motor” que desafiaron la autoridad de la República ¡El colmo del bochinche!
Hemos venido escribiendo y comunicando a las comunidades en las que trabajamos los temas de la conciencia revolucionaria como sostén imprescindible para la construcción del socialismo. En la secuencia de temas que usualmente van seguidos de intensos debates nos hemos paseado por el asunto de los carismas. No todos servimos para todo. No sólo desde el punto de vista de la formación académica o cultural sino que, desde las aptitudes con las cuales cada quien viene a este mundo para integrarlas al servicio del colectivo. De manera natural, algunos tienen cualidades cantoras, otros parecieran nacidos para animar y curar heridas, en tanto que otros parecieran particularmente dotados para profetizar desde un ejemplo de vida recio.
Falta otro carisma revolucionario sin el cual todo es amorfo, desconcertante y sin movimiento: don regio o carisma de autoridad. Sin autoridad al servicio de las acciones colectivas todo se pierde. El Fiscal General de la República, no sin antes recalcar la “gravedad” de lo que afirmaría, anunció los artículos del Código Orgánico Procesal Penal que señalan el delito de hacer apología del delito. ¡Coño…dicho y hecho! Al día siguiente unos cuantos disociados organizaron una caravana por el este de Caracas con carros pintados con consignas como “Isaías, pendejo, méteme preso”. Luego procedieron a sacarse fotos, películas y demás yerbas para hacerlas públicas en sus medios. Allí estaba Globovisión (el periodista Pedro Luís Flores), dando cobertura al delito flagrante. ¡Eso es sencillamente una grotesca burla a la autoridad! ¿Y CONATEL? ¿Y la policía ante un delito flagrante?
Que bueno sería que mi amigo Isaías dejara un ratito la poesía y profundizara en la gravedad del hecho de tener autoridad y no ejercerla. “Llamarse Jefe para no serlo es la peor de las desgracias”, decía alguien como Simón Bolívar. Nada menos que alguien a quien si algún defecto se le puede atribuir fue precisamente el haber perdonado en exceso. ¡Otro gallo hubiese cantado si cumple con la sentencia que recayó sobre quienes intentaron asesinarlo el 25 de septiembre de 1828! Así que, hablemos de autoridad, porque esto ya pasa de castaño a oscuro y el pueblo, amigo Isaías, está arrecho.
Cuando hablamos de autoridad nos referimos al servicio de la autoridad, Isaías. La autoridad bien entendida. Aquella que procura el aumento del bien común. No aquella que nos señalaba un hombre del pueblo interesado en saber quien “mandaba” más, si el director de Fondafa o el administrador. No esa clase de autoridad sino aquella que mana del servicio.
Cuanto más rico sea un proceso revolucionario –en general una sociedad- más necesaria se hace su coordinación de cara al equilibrio y el encuentro con los objetivos sociales. Sin ese servicio, el mundo interior del colectivo puede resultar caótico, y la expresión de los diversos carismas derivar en mutua neutralización.
Como hemos mencionado antes, la tendencia humana es a “curvarse” sobre sí mismo, no hacia los intereses del colectivo. Para salir de si mismo y descentrarse hacia una causa mayor que él, necesita de un discernimiento acompañado que le ayude a distinguir el movimiento revolucionario en la marea de sus propios movimientos interiores. Nadie, por otro lado, puede distinguir con claridad cuales son los intereses del colectivo en forma aislada. La voluntad personal tiene que ser objeto de un discernimiento colectivo, algo que sólo puede ocurrir cuando existe el servicio de la autoridad.
En última instancia el ejercicio de la autoridad aclara los objetivos. Cuando la autoridad no sirve se pierde la confianza en el objetivo colectivo y se comienza a caminar por la libre. ¡Si la autoridad no señala el camino lo hago yo! Si el profetismo señala una conducta como delito y se ve impunemente gente ejercer esa conducta y la autoridad no se ejerce, la tentación a tomarse la justicia en propias manos es inmensa. El resultado de tal acción es el bochinche. Si nos movemos así, las tentaciones de intolerancia e incomprensión se volverán conciencia de complementariedad y aceptación.
Naturalmente, amigo Isaías, el ejercicio de la autoridad no impedirá las tensiones, pero serán tensiones buenas y creadoras. El tipo se tensiones que se producen con miras a que la comunidad sea y se mantenga como hogar ordenado hacia adentro y como taller hacia fuera. Reconocer a los demás, sus particularidades, diferencias y derechos va en paralelo al reconocimiento de nosotros mismos. Lo importante es que todos sean obligados por la autoridad a cumplir las reglas. Nadie es tan poquito que no tenga nada que dar, ni tan fuerte que no necesite de nadie. Es preciso detenerse -bajo el prisma claro de la autoridad- a descubrir lo que somos y tenemos. ¡Se necesita orden, Isaías!
Eso lo hemos vivido todos en el núcleo de nuestras familias. Cada quien era cada cual. Cada quien tenía unos carismas, una manera de ser, lo que todos en la familia sabíamos era lo que nadie, porque le diera la gana, podía hacer si eso estaba claramente prohibido. Esas reglas mínimas de autoridad garantizaban, no sólo la convivencia sino el libre desarrollo de los carismas individuales. ¡Haz memoria, amigo Isaías! ¡La casa necesita del don de la autoridad! Si no pensabas hacer nada contra quienes violaran groseramente lo que anunciabas… ¿para qué lo anunciaste? Que el pueblo está arrecho puedo dar fe. Estábamos gozando con la inauguración del Cardiológico Infantil cuando un compatriota trajo la noticia de la caravana. La reacción… la enésima reacción…fue… ¡vamos a por ellos pa’que respeten!, mi recomendación… mi enésima recomendación…fue… ¡tranquilos…aquí hay leyes, aquí hay autoridad…tranquilos! ¿Hice el ridículo, Isaías? Dime tú.