Estoy en el supermercado y me dirijo hacia las estanterías de frutas buscando las piñas, en la estantería de enfrente, donde están las naranjas y las toronjas, está un hombre mexicano colocando fruta fresca; tiene la mirada vacía y las manos cansadas, como la mayoría de indocumentados.
Tomo dos piñas y una docena de bananos, nuevamente volteo hacia donde está el hombre, su mirada vacía hace que me acerque e intente sacarlo de sus pensamientos momentáneamente, conozco esa agonía, conozco la profundidad de la desolación.
Me acerco y le digo, como si fuera mi amigo de toda la vida, pero norte queríamos, ¿verdad? De sus ojos se crispan dos lágrimas, instantáneamente, le acaricio una mano y le digo que no se preocupe, que a todos los pasa.
Comienza a hablar sin parar, las palabras salen una tras otra, yo bajo la canasta y la coloco junto a mis pies y me repeso en la estantería para escucharlo pacientemente, en momentos ya estamos rodeados de otros jornaleros que también colocan las frutas y verduras, y comienzan a hablar, en una especie de catarsis colectiva, prácticamente todos a la vez.
Todos son mexicanos, de aldeas remotas, hablan de sus pueblos, de la nostalgia y de la migración forzada, de cuando en cuando los interrumpo para guiar la terapia: ¿por qué migraron?, ¿hay trabajo en sus pueblos?, ¿qué añoran de su tierra?, ¿qué estarían haciendo en estos momentos de no haber emigrado?, ¿qué sienten?, ¿cómo es vivir sin documentos?, ¿qué sabor recuerdan más?, ¿recuerdan el olor a tierra mojada?, ¿cómo es sentir hambre?
Mientras hablan unos los otros cuidan que no llegue el supervisor y los regañe por no estar haciendo su trabajo. La vida de un indocumentado en Estados Unidos es cuesta arriba, pero la tragedia está en sus países de origen de donde se ven obligados a migrar por falta de oportunidades de desarrollo.
Fue una terapia colectiva de no más de cinco minutos, en donde todos expresaron a borbotones la agonía de la migración y la añoranza.
Son hombres de una edad promedio de 40 años pero debido al trabajo arduo desde niños, parecen de 60.
No soy extraña para ellos, llevo años yendo a ese supermercado, tal vez los mismos que ellos llevan trabajando ahí. Les doy las gracias por esos cinco minutos de conversación y camino hacia la estantería de los cereales y pienso en ese instante de catarsis, en donde todos sin quererlo, sin proponérselo expresaron y también momentáneamente aliviaron la carga emocional.
Salgo del supermercado, con un nudo en la garganta, pensando en los miles de niños que también crecerán en la miseria y la explotación y que con su vidas rotas también se convertirán en hombres adultos, con miradas perdidas en el vacío el tiempo y el olvido.