“En cada aroma que sientas en la tierra, en cada amor que rebeles con tu mirada, en cada abrazo que entregues, hay una mujer que demuestra que es mujer mostrando su amor”.
Sin lugar a equívocos el ser
mujer no viene dado, porque a Dios se le ocurriera jugar a la diferencia
del puro aburrimiento, en los orígenes del tiempo humano. En
el formato de la persona, Hombre y mujer, se revelan la primera y
maravillosa
diferencia del ser humano, que no consiste en ser algo de género neutro
ni menos un ángel asexuado, sino alguien que exprese, antes que
nada, una peculiar identificación querida por Dios para cada uno,
masculina o femenina, que debe ser escuchada, descubierta y querida,
para así poder vivir con la suprema felicidad y gratitud la vocación
de género a la que hemos sido invitados desde que vinimos al
mundo. Para acercarse a este propósito, ellas deben repensar su
identidad y su vocación de ser mujer, no elegir cualquier horizonte
de referencia sino el que las privilegia. Tener un corazón, un
mirar que las mujeres de todos los tiempos y lugares han sabido
testimoniar,
y que hoy muchas creen olvidar, No endurecer su corazón destilando
en sus actos las consecuencias que palpan a diario: el dolor y la
injusticia
acumulados en el mundo no obedecen a otra instancia que a la falta de
corazón transformada en el acontecimiento
mundial. De tanto dolor que han compartido, por su compasión inherente
a su identidad, por la historia de silencio y opresión que a
veces las precede, la mayoría de las mujeres viven un despertar
de la conciencia de género que traen consigo un fuerte llamado interior
a ser auténticas, a ser ellas mismas. Es su canto que ya nadie les
puede ahogar y que luchan por expresar su identidad, de ser mujer, en
nuevos cauces acordes a las exigencias de estos tiempos, pero sin
perder
ni abandonar sus valores eternos.
No hay, que dudar en decirles que hay un sentimiento común que une
a las mujeres por encima de cualquier disenso, y es que muchas de ellas
tiene la conciencia de que sin su brújula interior ha veces pierden
el rumbo o enloquecen por la confusión reinante en lo ideológico,
cultural, moral. Por eso tienen la urgente tarea de la búsqueda
y esclarecimiento que las lleve a redescubrirse como mujeres, es decir,
a estar bien conscientes de que ocupan un lugar único en la humanidad,
y desde ese lugar cotidiano de cada una de ellas dan su testimonio,
aun sin proponérselos por su condición de mujer, y de
la misión, de que son, y de lo que se proponen ser, aunque todavía
no sepan algunas definirse del todo.
Hay una inquietud que embarga a las mujeres de distintas latitudes,
condiciones y culturas, pero toda inquietud tiene un sentido, que
consiste en ayudarse ellas mismas, a comprender su identidad
nueva y eterna a la vez y, a vivir con el respeto, y la gracia de haber
nacido mujer. Su presencia personal felicitante, es la que produce felicidad es
la que sabe ejecutar al unísono las notas de la gracia y la libertad,
de la genética y la cultura, del ser y el deber ser, porque ellas son
los compases imprescindibles de la bella partitura humana. Sólo desde
esa elección responsable, que no tiene nada de extraordinaria salvo
su compromiso inexorable, pueden vivir de acuerdo a lo que son:
estar delante del otro, sin perder su propia identidad, la de
ser una bella mujer.
Pero, ¿qué hacer?, ¿para respetar su identidad de mujeres titulares de este siglo XXI? Se trata, de aprender a habitar en su lugar, el lugar de la dignidad de su condición de mujer. Los éxitos alcanzados por todas en igual medida. No es lo mismo el lugar de privilegio, de unas con el de muchas otras, que el de aquella mujer desamparada socialmente y agobiada por lograr el pan diario de sus hijos, o el de aquella poco reconocida y vista, víctima silenciosa de la violencia y el abandono. Esta triste realidad implica un reto imposible de soslayar para los que creemos en el amor hacia la mujer, desde lo más profundo de nuestra conciencia. Dios le ha confiado a la mujer de un modo especial, nada menos que el valor supremo de la creación. Ella es la custodia de su bien. No en vano el Nazareno dijo lo que dijo, minutos antes de expirar en la cruz, viendo al discípulo que amaba (la humanidad) y dirigiéndose a su madre María que lo acompañaba (la mujer): “Mujer, ahí tienes a tu hijo”.
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