El programa económico anunciado el 28 de julio de 2018 en Venezuela, contiene un conjunto de elementos que apuntan hacia un cambio estructural de nuestra economía, de su forma de ser en los últimos 70 años, razón por la cual se convierte en el más ambicioso que haya conocido la historia económica nacional.
Sin embargo, el éxito de dicho programa dependerá, en mucho, de las expectativas que emerjan en los próximos ciento veinte días, lapso de tiempo suficiente para que las medidas desplegadas puedan generar un efecto positivo sobre dos aspectos claves de la crisis que hemos padecido: la recuperación real y sostenible de la capacidad de consumo de la población y el control de precios de los artículos de primera necesidad que, en esencia, son un mismo problema. A su vez, ellos estarán sujetos a la capacidad que despliegue el Estado para inyectar divisas a la economía real productiva o para hacer que el mercado de los agentes privados garantice la circulación (oferta y demanda) de divisas en las cantidades suficientes que permitan sostener la importación de productos terminados e insumos para activar a escala intermedia la producción nacional, a objeto de lograr el normal abastecimiento del mercado.
Interpreto que el programa tiene como columna vertebral el aprovechamiento intensivo de la fortaleza petrolera de nuestra economía, pero que a la vez pudiera ser nuevamente su más grande debilidad: anclar el valor de la nueva moneda, el PETRO, al valor del petróleo (teniendo como medida un barril) lo cual presenta la dificultad de que aún cuando este valor sea real y vaya a estar asociado a las fluctuaciones del mercado mundial, la economía interna continuará atada a la renta. Justamente lo que históricamente no hemos podido superar y que nos condujo en parte a la crisis que hemos experimentado, además de los efectos perversos de una despiadada guerra económica. Es precisamente en este punto donde cobra fuerza el aspecto de la economía real dentro del programa económico, cuyo componente básico debe ser el fortalecimiento de la industria nacional. No solo la manufactura y la petroquímica, sino todos aquellos sectores en los cuales objetivamente, desde el punto de vista estrictamente económico, tengamos o podamos construir ventajas competitivas.
La estrategia para el cambio estructural no estaría completa, si no se elabora en el corto y mediano plazo, un amplio programa de atención a la producción interna que reactive la capacidad industrial instalada en importantes zonas y parques industriales existentes y de industrialización acompañada de un plan de RECONVERSIÓN INDUSTRIAL selectiva, que determine cuáles industrias deben sostenerse y cuáles deben transformarse para desarrollarse sin la intervención rentista del Estado, apuntando hacia la configuración de una industria nacional competitiva, que no sea sostenida con Petrobolívares como antes lo fueron mediante la distribución directa de Petrodólares estadounidenses baratos.
Históricamente, y de forma paradójica, ha sido la tasa de cambio monetaria anclada en el dólar, la principal traba para el desarrollo de una industria realmente competitiva dentro y fuera del país, que fuese capaz de mantenerse con arreglo a la producción y sus niveles de productividad. Al contrario, la mayoría de dichas industrias nacieron y crecieron (las que pudieron hacerlo) a la sombra del ingreso rentístico, con bajísimos estándares de productividad frente a los elevados niveles de la industria petrolera.
En este nuevo tránsito industrial necesario para forjar progreso y prosperidad duradera, será conveniente evitar incurrir en los errores de la vieja industrialización por sustitución de importaciones impuestas desde afuera, que nos dejó un saldo nefasto de dependencia del mercado mundial, con un tipo de industrias que no lograron dar el salto productivo que requería el país. En esto el desarrollo de la industria del conocimiento, la innovación, así como el impulso a la ciencia y la producción de tecnologías desde un nuevo sistema educativo, desempeñarán un rol determinante.
También será fundamental definir las áreas en la cuales afincaremos la presencia de la inversión extranjera directa, con las garantías que puedan atraerla siempre alejadas del dogmatismo inútil y fantasioso, pero cuidando no irnos hacia el otro extremo e incurrir en la transnacionalización económica en sectores vitales que puedan poner en riesgo la soberanía de la Nación.
Avanzar hacia la configuración de una industria nacional competitiva no petrolera ni dependiente de la renta cualquiera que termine siendo su modalidad, es el mayor desafío no superado que tenemos en el horizonte. Dentro de esto es fundamental, entonces, evitar que a la larga el PETRO se transforme en una nueva forma monetaria de distribución del ingreso petrolero que impida la urgente transformación industrial.