...y una mala política económica también.
Pero ¿qué duda cabe? Aplicar sanciones a un país que, hasta nuevo aviso, permite, si todos votan, un cambio político por vía electoral, es decir, un país con un régimen político que por tanto no puede ser señalado propiamente como una dictadura, para procurar el derrocamiento violento de su gobierno, es, además de una injerencia inadmisible, un crimen. Lo es en el plano político y lo es en el plano social.
Que, cual gendarme universal, EEUU se crea en el derecho de juzgar y sancionar a otro país, saltándose todas las normativas internacionales conocidas, a causa del desenvolvimiento de su soberana vida política interna, es, obviamente, un crimen.
Que la nación más poderosa de la tierra use todos los recursos económicos y financieros a su disposición para obturar el ingreso de divisas a un país pequeño y débil como Venezuela, es, también, un crimen, que al final se salda en vidas humanas: menos alimentos, menos medicinas, menos insumos para la industria, en fin. ¿No afectan las sanciones a ese 30 % de niños con algún tipo de desnutrición? ¿No afectan las sanciones a los miles y miles de venezolanos aquejados de enfermedades llamadas catastróficas? La lista sería larga pero está claro que para muchos, demasiados, las sanciones se saldan en muerte.
Y al final, como ha sido probado en países cono Corea, Cuba, Irán, el cambio político que se espera de ellas más bien se entorpece. Cuando un gobierno está poseído de una "misión" fundamentalista, dizque revolucionaria, o cuando los intereses económicos de la clase burocrática gobernante son refractarios al cambio, ese liderazgo prefiere inmolarse antes que rendir sus fuerzas, aún al costo social que toque. Las sanciones sólo sirven para otorgar un discurso, una justificación, que en envoltura patriótica, consigue broquelar en nuestro caso a psuvistas y militares y galvanizar en ellos sus sentimientos chavistas-maduristas. Sólo una intervención militar gringa, de un Trump atribulado por las encuestas frente a Biden, podría vencer ese férreo tinglado (y no la veo para nada imposible). O la participación electoral masiva de los venezolanos demócratas, si el necio boicot del extremismo de derecha cesara en su empeño de colaborar con el rrrrrégimen con su fragor abstencionista.
Pero claro, también fue un crimen la política económica estatista y populista que antes de las sanciones ya había quebrantado nuestras capacidades productivas: incrementando el déficit fiscal y, por tanto, creando una insufrible presión inflacionaria que pagamos hoy todos los venezolanos, en particular los más pobres; destruyendo nuestro signo monetario hasta conducirnos a esta dolarización desordenada y de facto que conocemos hoy; pulverizando el salario real de los trabajadores; devastando la industria petrolera; corrompiendo la administración pública. Ahora, muy tardíamente, trata el gobierno de imponer algunas tímidas reformas liberales que, en este entorno, difícilmente tendrán los resultados esperados en términos de desarrollo y bienestar para todos (como no sea mantener un mínimo de producción en marcha que financie suficientemente el propósito perpetuacionista del gobierno). Se requeriría un cambio de gobierno, incluso con participación madurista, que restablezca la confianza que reclaman la ingente inversión privada que necesitamos. Y eso requiere, a su vez, de un pacto político.
Hay momentos en que uno piensa que en algo están de acuerdo Trump y Maduro: en matarnos de hambre.