Hace unos días, estaba comprando unos plátanos en un mercado popular de Maracaibo, y el señor que los vendía me preguntó qué era yo. Le respondí que profesor. “Entonces yo gano mucho más que usted”, me aseguró el señor. Lo terrible es que no sólo el vendedor de plátanos, sino que cualquier persona, sin importar lo que haga (y algunos sin hacer nada), ganan mucho más que los educadores, que a pesar de ejercer la profesión más digna e importante, estamos condenados a vivir en la miseria.
La semana pasada llamé a un técnico en refrigeración pues tenía el aire acondicionado de la sala descompuesto, y me advirtió que el pago mínimo que habían establecido los técnicos para cualquier revisión, era de 25 dólares. Yo le dije que, a pesar de tener varios títulos de postgrado y llevar ya 45 años entregado por completo a gestar la mejor educación posible, yo no ganaba esa cantidad ni en un mes.
¡Pobre país que maltrata así a sus educadores! ¿Cómo vamos a lograr prosperidad si estamos imposibilitando la educación a la que todo el mundo considera columna central del progreso, la productividad y la ciudanía? No hay educación sin educadores, y no va a ser posible la educación de calidad si a los educadores se les condena a llevar una vida miserable. ¡Cómo duele en el alma hoy la educación: tantos niños que no pueden ir a la escuela porque no han desayunado o no tienen zapatos! ¡Tantos padres y representantes que no pueden comprarles ni un cuaderno a sus hijos! ¡Tantos miles de maestros y maestras que han abandonado la profesión porque el sueldo no les alcanza ni para pagar el pasaje! Hay otros muchos que se dedican en sus ratos libres a otras actividades pues, a pesar de la situación que viven, no quieren dejar de cumplir con su misión y privar a sus estudiantes del alimento del alma.
A esos maestros y maestras anónimos, quiero dedicarles este artículo. No aparecen en los medios de comunicación. No son invitados a los programas de opinión. No los buscan los periodistas ni los políticos y suelen pasar desapercibidos. Nadie les pide autógrafos, ni los condecorarán o harán homenajes. El sueldo no les alcanza para comer, hace mucho tiempo que no han podido comprarse ropa o zapatos, llegan a sus escuelas caminando o montados en camiones de ganado, pero llegan, nunca faltan. Son verdaderos héroes y heroínas anónimos que no se rinden ante los problemas y dificultades y siguen trabajando con entusiasmo para que los niños, niñas y jóvenes de Venezuela puedan tener educación.
Conozco a muchos que, en estos tiempos tan difíciles, no se dejan derrotar por las adversidades y se crecen ante los problemas. Su testimonio de vida alimenta mi esperanza y mi decisión de seguir dando lo mejor por Venezuela. Sé de algunos que comparten su merienda o se las ingenian para montar desayunos comunitarios y ollas solidarias para que los alumnos no dejen de venir a la escuela y se desmayen de hambre. Sé de otros que se dedican a reciclar hojas de papel utilizado y con ellas hacen cuadernos a los niños que no tienen para comprarlos. Sé de algunos que con su carro recogen a los compañeros en sus casas para que no falten a la escuela por no tener dinero para pagar el transporte. Sé de algunas maestras que han acogido como verdaderas madres a algunos niños que sus padres dejaron en total orfandad porque se fueron del país en busca de trabajo. Ustedes son los cimientos de esa nueva Venezuela que está a punto de nacer.
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