A propósito del Día del Maestro

La celebración el 15 de Enero del Día del Maestro me brinda la oportunidad de insistir, una vez más, en la transcendencia de su misión y el deber, en consecuencia, de tratarlos con el respeto y la consideración que se merecen. Si queremos que la educación contribuya a acabar con la pobreza, debemos primero acabar con la pobreza de la educación y de los educadores.

Es increíble y digno de admiración y reconocimiento el trabajo de numerosos docentes que desde la penuria y precariedad se esfuerzan por garantizar educación a sus alumnos. A pesar de que sus salarios son irrisorios y no les alcanzan ni para comprar la comida de un par de días, se la pasan, en estos tiempos de pandemia, recibiendo y enviando mensajitos de whatsap, se han formado compulsivamente en el uso de las tecnologías, graban clases desde sus casas, crean e inventan materiales didácticos que incluso reparten a pie por las casas de sus alumnos. Trabajan sin cesar, y a pesar de la inseguridad, incertidumbre y miedo, siguen cumpliendo su tarea con verdadero heroísmo. Además de todo esto, deben atender a sus hijos e incluso a sus padres mayores, y soportar los apagones, la peor conectividad del continente, la falta de agua y la incertidumbre de no saber si mañana podrán comprar comida o qué harán si se enferma alguien de la familia. No llevan medallas en el pecho, pero cada día combaten con valor la batalla del progreso y son unos verdaderos héroes.

Si la educación es el medio esencial para combatir la violencia, promover la productividad y construir ciudadanía, al tratar de ese modo a los educadores estamos promoviendo el subdesarrollo, la miseria, la incultura y la violencia. Cada vez que un maestro abandona la educación porque no puede vivir con su sueldo, estamos enterrando las posibilidades de progreso y regresando a los peores tiempos del pasado.

Pero no podemos resignarnos ni rendirnos. Si amamos a Venezuela y optamos por el progreso, la reconciliación y la vida digna para todos, debemos defender la educación y, en consecuencia, defender a los educadores. Si la educación es un derecho esencial, pues posibilita el logro de otros derechos fundamentales, es también un deber de toda la sociedad. Es hora de que nos unamos en defensa de la educación de calidad para todos, lo que exige defensa de un salario justo a los educadores, que les permita vivir con dignidad.

En estos tiempos en que, como consecuencia de las graves crisis que vivimos, escuelas y universidades se están quedando sin docentes y sin alumnos, es urgente que afiancemos la pedagogía de la esperanza comprometida y del amor hecho servicio. Yo comprendo la estampida de miles de educadores que han abandonado las aulas porque lo que ganan no les alcanza para malcomer y se dedican a otras actividades más productivas o han decidido abandonar el país con la esperanza de construir fuera, para ellos y sus familias, el futuro que aquí se les niega. Pero los que optan por quedarse deben emprender una reflexión profunda para que la opción de quedarse no sea un acto de resignación y lamentaciones, sino una decisión radical que se traduzca en trabajar por derrotar la resignación y afianzar la resiliencia, el compromiso y la solidaridad.

Por ello, un abrazo solidario y admirado a todos esos maestros y maestras anónimos que, a pesar de los problemas y dificultades, no se rinden y viven con ilusión y entrega su vocación de servicio.

 



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Antonio Pérez Esclarín

Educador. Doctor en Filosofía.

 pesclarin@gmail.com      @pesclarin

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