Confieso haberme infiltrado

Creo caracterizarme por ser un crítico ponderado y serio. Un crítico que cree entender que la detracción debe tener un sentido fructuoso, un sentido humano, si acaso este adjetivo pudiera dar lustre. En esto he querido equipararme a los espléndidos y ecuánimes escuálidos que critican a Chávez y a los chavistas, aunque sospecho que aún no lo he logrado. Estoy casi seguro.   

Y hoy, poco antes de morir –y espero que no sea dentro de muy poco, tampoco–, he llegado a una acojonante conclusión  –iba a decir cagante, pero no–: Que el hombre construye destruyendo… (Y aquí no meto a la mujer para evitar que se me acuse de misógino). Al  extremo de que, es diestro, carajo, el hombrecito, en echar abajo, y en poco tiempo, lo que millones y millones de años han conseguido para su estricto patrocinio como autóctono “milagroso” de este afligido y original planeta.

A ver. Los hombres de mi edad somos más espíritu que carne. Hemos ascendido ya, si a ver vamos, casi el 78% del largo camino hacia el cielo; al menos en mi indudable caso. Y, como es lógico suponer, desde esa altura gozamos de la prerrogativa de tener una amplísima panorámica de lo que es la vida en el milagro cósmico este en el que dizque vivimos; salvo las siempre inevitables excepciones, por supueto. Significa entonces que, es a los jóvenes, con su voracidad de conocimiento, con sus estudios bien sistematizados, con la pureza y el sentido de justicia que caracterizan su espíritu y con la energía atómica que encierra su juventud, quienes deberán encargarse de todos los detalles del grave asunto a ras de la tierra. A los viejos quizás pudiera quedarnos el compromiso de lanzar de vez en cuando generalidades vivificantes que pudieran servir eventualmente de centellazos en la larga y triste noche de las cosas inconvenientes.

Y como crítico ponderado y serio que soy, debo tomar por tanto muy en cuenta la sorprendente seriedad y, sobre todo la prodigiosa originalidad de los planteamientos constructivos provenientes de ese nicho de sabiduría, que es la MUD, tanto en su versión nacional, como en su versión offshore con asientos en Bogotá, Lima y Miami. Por lo que en esta oportunidad, y en razón del abordaje de un tema tan espinoso, me presento como dije… Muy serio. Y se darán cuenta cómo habrán de resultar, tan saltarinamente obvias las razones, porque en lo adelante me dispongo hablar de una de las más amables versiones de la violencia.  

Dentro de las marchas de la MUD, se ven…  Bueno, mejor se veían, porque hoy no hay marchas sino verdaderos, chabacanos y fúnebres cortejos.

Pero revelo sin sentirme culpable que, en algunas ocasiones me disfracé de escuálido, y me fui a un par de ellas. ¿Y qué veía allí? Pues, primero que todo muy buenos aperos de marchoso o marchosa: zapatos bien acolchados, buenas medias anti embólicas, ropa interior refrigerante, pantalones blancos de lino anti pellizcos íntimos –aunque transparentes–, sostenes con aire acondicionado –cuando los había–, lentes polarizados grandes chisposos y seductivos, pero también mucha agresividad verbal en los hombres y, sobre todo en las mujeres, más que todo caucásicas… ¡Qué horror, vale: qué de agravios al pueblo salían por esas boquitas tan de sedas de tela roja!

Pero lo que más me llamaba la atención es que, en muchas de tales damas de blanco observaba que, cuando caminaban con esa altivez, con esa rotura de bandoleras que tanto las distingue, echaban con mucha violencia hacia atrás lo que los anatomistas chavistas más hijoreputados denominan, con mucha cordura científica, por cierto, la punta de la nalga…  Y lo hacían, con tanta fiereza dios mío, que en lo personal las veía como infalibles y zaraceños lanzazos a mi desheredado corazón…  

¡Menos mal! –me decía exhibiendo una mordaz sonrisita ineludible– que poseo una petrificada convicción ideológica! Y seguía entonces caminando hasta toparme con otra violenta de esas… Por favor, ¡pido paz! les decía en mi silencio de presunto escuálido.   

Pero, ¿cómo hubiera sido el caso de otro posible infiltrado que no tuviera la solidez ideológica que tan humildemente poseo? Seguro que hubiese brincado la talanquera, una y mil veces.

Y con la misma sonrisita de inconsolable y solitario marchista, mi rara imaginación no dejaba de apuntarse a cada rato: ¡Dígame si en mi lugar hubiese estado ese socialistazo que es Dominique Strauss-Kahn!

¿Estaría preso?

No creo, me contesté.

Y reservadamente grité, sin dejar de estar compenetrado con la jornada:

¡Estaría muerto, won! 


canano141@yahoo.com.ar


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Raúl Betancourt López


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