Son muy numerosos los factores que podrían apuntalarse como decisorios en el actual proceso político venezolano, debido a las infinitas ramificaciones sociales, económicas y culturales que estos adquieren en la vida del país. Pero hay uno que concierne a la idea de la identidad de nación que tiene que ver con una definición de geografía humana, aglutinada en una sola palabra: patria.
La patria, que décadas atrás poseía una connotación vaciada de contenido (aún teniendo su significado prístino de madre originaria que se vuelve padre (pater) y madre a la vez, lugar donde nacemos, crecemos y luchamos), fue banalizada y a veces ridiculizada a través de una tendencia asociada al nacionalismo fanático, a veces llevándola al límite de un nefasto fundamentalismo, incluso a un nacional socialismo fascista, que hizo que las nociones de patria y patriota se viesen a través de un lente deformante, ubicado fuera de la modernidad y de las ideas que movían al llamado mundo moderno o desarrollado. En efecto, estas deformaciones del patriotismo son las que debemos rechazar de plano.
Fue así como el desarrollo y el progreso se asociaron al oropel, el derroche y las ilusas oportunidades para todos propiciadas por la industria mediática y la concentración de los capitales privados, a gerentes atornillados a unas finanzas rentistas que hicieron que el país se sometiera la tiranía de unos políticos de casta, los cuales despreciaron la forja de la patria como concepto esencial de formación social, de estructuración idiosincrática de una nación, para pretender hacerlo ver como un concepto de patrioterismo superficial, de esencialismo circunstancial despojado de sus respectivos valores históricos. Poco a poco, una casta de políticos movidos por el afán de lucro sustituyó la noción histórica de patria por la noción de progreso, un progreso eminentemente material calcado de los parámetros productivos estadounidenses (con sus debidas ramificaciones a las metrópolis europeas) que en Venezuela hicieron de su principal fuente de ingresos --el petróleo-- un recurso monoproductivo que en el siglo XX terminó arrasando con las posibilidades de hacer del país una potencia económica real, independiente y soberana, para convertirla en dependiente y rentista. Ni se pudo en aquellos años sembrar el petróleo (como aspiraba Uslar Pietri) ni desarrollar la agricultura y otros rubros, ni tampoco estimular al pueblo venezolano a alcanzar metas sociales distintas, debido a la caduca estructura política del bipartidismo y al esclerosamiento cultural que privilegiaba al concepto de diversión y espectáculo por encima del de ilustración humanista. La literatura y el pensamiento como instrumentos de cultivo interior se colocaron por debajo de los mensajes de la televisión y el cine, y la penetración ideológica de la cultura de masas marginó largo tiempo a la cultura popular y tradicional.
La noción de patria estaba siendo llevada al desván de las consideraciones morales del país hasta un límite tan grotesco que ésta adquirió rasgos de caricatura. El pueblo venezolano, cansado de estas tergiversaciones y manipulaciones ideológicas, votó en el año 1998 por una opción distinta, sobre todo para rechazar aquél estado de cosas, y para despojarse de la ineficiente casta de políticos que habían operado mediante un pacto de alternabilidad en el poder y unas elecciones debidamente manipuladas. Al optar por una distinta opción política --que finalmente cristalizó con el triunfo de Hugo Chávez Frías a la presidencia de la República--, confluyeron una serie de esperanzas del pueblo a objeto de replantearse la reconstrucción moral del país, cambiando radicalmente la imagen interior del mismo y acudiendo a símbolos históricos como el de Bolívar y los héroes de la gesta patriótica para forjarse, junto a los de los luchadores sociales del siglo XX como Salvador Allende, Mahatma Gandhi, Fidel Castro, Jorge Eliécer Gaitán, Malcolm X o Martin Luther King, que fueron a contracorriente de los movimientos imperialistas y de las pretensiones hegemónicas del capitalismo internacional. Lo más curioso de ello es que la actual oposición venezolana no ha avanzado un ápice en este sentido; permanece asida a los caducos paradigmas de la alienación, y de la dependencia económica y cultural.
El proceso ha sido duro a lo largo de estos últimos años. Se han logrado, más allá de las metas de reivindicación social de vivienda, salud o educación, una participación efectiva del pueblo en los procesos societarios, a través de nuevas formas de organización comunitaria. Y a la par de ello, un progresivo sentimiento de orgullo de lo nacional, antes minimizado, ahora repotenciado gracias a la implementación de un sistema de medios públicos que impulsan y divulgan los valores éticos, las tradiciones regionales y las expresiones de raigambre popular, para incorporarlas al caudal de una cultura viva, que no se detiene ante las permanentes imposiciones foráneas del esnobismo, el cosmopolitismo y demás imposturas y fuegos de artificio de las modas pasajeras.
El país empieza a enrumbarse hacia una definición de patria que no se percibía desde los tiempos de la Independencia y de la posterior formación de la nacionalidad en boca de fundadores como Cecilio Acosta, Fermín Toro, Rafael María Baralt o Juan Vicente González. A medida que se han ido alcanzando objetivos en el terreno social, se han ido cargando de contenidos éticos –más que ideológicos— los sentimientos de pertenencia a una nación que ha luchado incesantemente por ir más allá de las etiquetas (liberales, conservadoras, republicanas) para ubicarse en un espacio de nuevas definiciones de lo nacional.
Encauzar un nuevo proceso de sufragios hacia una reelección presidencial bajo la égida de la patria, sembrado en la voluntad de quienes vivimos y luchamos en Venezuela, debería confirmar, más allá de un positivo resultado electoral, un sentido de reconocimiento de lo nuestro para ir construyendo con ello un indeclinable sentimiento de orgullo de pertenecer a una patria grande, abierta y generosa.
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