¿Será que un solo valiente, de aquellos que tienen el coraje de cambiar su mundo, de nadar contracorriente, de correr los riesgos de enfrentarse a todo, absorbe el decoro de varias generaciones? ¿Será que hay que esperar siglos el surgir de los gigantes? Entre tanto, la humanidad está condenada a reptar en los pantanos de la trivialidad. ¿Será que la hora luminosa de los gigantes cede su lugar, durante siglos, a la noche?
Los gigantes se preparan durante toda su vida para el momento decisorio, allí producen un latigazo en la conciencia colectiva, que opera como una epifanía. El gigante aparece una madrugada y precipita, con su acción asombrosa, la salida del sol. La Revolución se yergue y la masa abre las entrañas para recibir la buena nueva, ve una luz donde antes poblaba la noche, vislumbra que hay futuro, se siente fuerte para construirlo. Lo demás es una embriaguez de entusiasmo, una pasión que multiplica ese entusiasmo, que libera al humanismo. Así esos pueblos son capaces de resistirlo todo, de romper las cadenas, de tomar el cielo por asalto. Ahora se importan por lo grande, lo que antes era sacrificio se convierte en oportunidad de elevarse.
El gigante es un viajero del tiempo, viene del futuro, vive aquí pero su ahora es del más allá. Tiene la valentía de ser contemporáneo y, simultáneamente, actuar con las leyes del nuevo mundo que ya existe en su pensamiento y su corazón, que lo conoce porque de allá viene. Sabe que ese mundo vale cualquier sacrifico hoy.
Los gigantes no abundan, pero cuando emergen de las catacumbas la masa los reconoce en sus acciones. Cuando otros prefieren bogar con la corriente, ir cómodos con el rebaño, el gigante se para firme y hace estallar las convenciones. Señala un nuevo mundo, penetra en la penumbra, camina hacia la tierra prometida, convence a la caravana de seguir la marcha, cruza los Andes, atraviesa el Rubicón, el Jordán, y baña a sus contemporáneos de esperanza.
Es así, el gigante tiene una gran valentía política, ese es el mayor de los arrojos, contradecir al mundo, atreverse a romper la monotonía, ser fuego que destruye, purifica y funda.
El gigante nunca muere, a veces se apaga, desciende de nuevo a las catacumbas, a las entrañas de los pueblos humildes desde donde una vez emergió, allá espera una nueva madrugada para convertirse en huracán, para volver.
Cuando los grandes desaparecen, los mediocres se conjuran contra su recuerdo, lo desprecian, deforman su sueño, lo convierten en sarcasmo, lo transmutan en su contrario. Sin embargo, siempre la espiritualidad que esparcieron se abre paso al corazón de los mejores, que lo conservan, que no traicionan. Con su conducta, con su ejemplo, le construyen un altar donde conservan su memoria.
La hora estelar de un pueblo requiere de líderes excepcionales. ¿De dónde salen?, ¿por qué surgen?, son preguntas que quizá no tengan respuesta. Lo que sí es seguro es que estos hombres arrastran, empujan, a la humanidad hacia su redención. Y lo que también es seguro es que siempre habrá en los pueblos corazones nobles que conserven su recuerdo, que impidan que se desvanezca en los horizontes de la cobardía.
¡Viva Chávez!