El pensamiento positivista del capitalismo, se ha armado tanto del poder de lo “científico”, que cualquier debate de ideas termina siendo despachado con frases como “sea serio, camarada”, “mantenga la coherencia” y se fragmentan las ideas y el conocimiento, de tal manera, que se pierde todo sentido de la totalidad.
El debate de lo simbólico se queda en una confrontación de las farándulas que están o no (explícitamente) a favor de la Revolución, sin reparar que, más allá de las rimas con loas a un proceso, son las maneras, los soportes íntegros forma-contenido, los que deben evaluarse, para determinar si la lucha por la hegemonía de clase del proletariado está atacando donde es o si nos estamos distrayendo con más de lo que el enemigo de clase estimula: las peleas entre iguales, los odios mellizales, para ocultar el fondo de la lucha de clases.
Recuerdo a mi amigo, el escritor cubano Abel Prieto, quien ha abordado este tema en varias oportunidades. Una muy importante está contenida en su libro Misha, la crisis del socialismo real a través del humor político (publicado por la editorial Colihue de Argentina). Dice, quien también fuera Ministro de Cultura por 15 años en Cuba, que Misha, el emblema de las Olimpíadas de Moscú en 1980, “era un osito con ojitos de bambi, con pestañas medio de mariposón, con barriguita”. Y añade Prieto, con tono cuestionador que “si tú piensas que ese país en el año 1917 hizo la más grande revolución en el campo del diseño y la gráfica, una gráfica de vanguardia y que ellos, 63 años después tuvieran que recurrir al repertorio de Disneylandia para buscar una imagen moderna, es patético”. Y sentencia: “¡Mataron la vanguardia artística!”
Matar la fuerza de los simbólico, cuando de escenas hablamos, más que impedir cantar, bailar o actuar sobre las mismas tablas a quienes explícitamente muestran un lenguaje derechista o contrarrevolucionario, es revisar si las o los artistas “revolucionarios” acaso no tienen la mirada del bambi de Disney al que alude el poeta y narrador cubano Abel Prieto.
De allí la pregunta con la que hemos titulado este artículo: ¿Qué hacemos cuando nuestros artistas tienen las maneras y los símbolos de la dominación?
Sin calificar absolutamente a nadie ni personalizar el tema -sería degradarlo, banalizarlo- es oportuno detenernos a revisar ¿por qué nuestros artistas muchas veces quieren parecerse a los estereotipos faranduleros made-in-Miami, la fábrica de los (Gloria mediante) Estefan o la industria cultural yanqui-holywoodense? ¿Estamos haciendo una revolución de lo simbólico? ¿Tenemos, como en la Rusia de 1917, una revolución artística de vanguardia? ¿O acaso es suficiente criticar y execrar a los artistas pagados para blandir tricolores nacionales de siete estrellas y cartelitos de SOS Venezuela, sin reflexionar acerca de quienes, sin hacerlo, reproducen plenamente los esquemas de la dominación en todo lo simbólico?
La revolución cultural es y debe ser radical. La radicalidad no es una rabieta de pasiones y fanatismos sino una “reforma intelectual y moral” como le gustó siempre decirlo al universal comunista Antonio Gramsci.