Es conocida la expulsión de un país como arma política, es terrible, un hombre expulsado de su propia tierra, desterrado a un mundo que no le pertenece, oscuro, al que debe iluminar con su presencia y nuevas relaciones, construir otra historia, vivir en la añoranza de su pasado y en la esperanza del retorno difícil pero posible.
Es terrible un hombre expulsado de su tierra, se usa para martirizar a los enemigos políticos. No obstante hay un método muchísimo más cruel: un hombre exiliado de sí mismo, extrañado de su propia personalidad, obligado a desconocerse, a ser otro, a abandonarse, a fragmentarse en pedazos antagónicos, a asistir a su propio funeral y oír su propio réquiem. El hecho supera a la política y se adentra en terrenos del alma individual, la constriñe, la secuestra en las cárceles interiores, la condena a los acantilados del desprecio.
Este exiliado no sueña con regresar, su desasosiego es integrar sus fragmentos, recomponerse, volver a ser él, dejar de existir como un extraño. Sabe que desandar no existe, se lo llevó el tiempo que no regresa. Está condenado a ser un extraño para sí mismo. Debe iluminar otro mundo extraño, para anidar a un ser que también le es extraño.
Este tipo de exilio, expresión de las mayores crueldades de que se es capaz, es más infame que el fusilamiento: asesina el alma y deja la pena de ambular toda la vida en una búsqueda imposible.
El exilio de sí mismo comienza cuando se vive desconociendo la historia personal, se interpreta un papel que no le pertenece pero le es grato. Esa es la primera tentación, el primer paso para el exilio. El hombre se transforma en otra cosa, grata, muy grata, pero otra cosa; vive en fiesta pero perdió su rumbo, él mismo no se reconoce pero no le importa, todo es grato. En esta situación ya vendió su alma, es un ser débil, comprado por los dueños del papel que no le pertenece, debe fingir, ser el otro que no es él. Se acostumbra al boato, y debe obedecerlo, ya perdió su soberanía, debe obedecer a otro objetivo, ya su vida propia carece de sentido, no sabe adónde va, es un triste cascarón habitado por los deseos de otros.
Allá, en su exilio interior, hay noches en que oye los aullidos de los lobos solitarios que pueblan su recuerdo, entonces unas lágrimas sentidas le abren las ventanas de la existencia hermosa de la coherencia que no supo defender, se siente exiliado. Y clama por regresar al tiempo anterior a su fragmentación, a las acciones que equivocaron el camino pero ya es tarde, entonces clama como el General Páez: “Yo, José Antonio Páez, de los Libertadores de Venezuela, nacido en Curpa, Provincia de Barinas (...) Declaro, que hubiese preferido morir en un Campo de Batalla”.
Pero ya no hay batallas, a los Centauros se los llevó el viento.