Venezuela es hoy testigo de la existencia en su seno de grupos sociales, que se acostumbraron en el pasado a los privilegios y prebendas del poder político, a su uso perverso, a ser prácticamente omnipotentes, por lo que el presente venezolano les resulta aborrecible y totalmente inaceptable. Se sienten muy mal en su propia patria, no se hallan a sí mismos en sus hogares, el ambiente se les ha tornado inhóspito y no sienten como suyo el aire que respiran. Venezuela no es la misma de cuando Lusinchi o Carlos Andrés. Ni siquiera es la del segundo gobierno de Caldera, cuando perdieron una parte del poder político con la muerte del bipartidismo.
El país es otro. Ya no les hace reverencia. Ya no les rinde homenaje. Ya no le importan. Ya no tienen el poder de decisión de antes y que les permitía decidir licitaciones, otorgar contratos, asignar recursos y, sobre todo, enriquecerse con esas decisiones o con el cobro de comisiones fraudulentas y extender su red de cómplices, con lo que se incrementaban sus poderes y posibilidades. Amigos y familiares eran también sus beneficiarios directos, no por permitirles competir en igualdad de condiciones con otros, sino porque los favorecían ilegalmente en las supuestas competencias.
Ya no pueden levantar el teléfono y obtener un cupo universitario. Ya no pueden modificar a voluntad las zonificaciones urbanas y rurales. Ya no les es posible talar un bosque, secar una laguna, desviar el curso de un río o adueñarse de una playa. Ya no hacen “favores”. Ahora no pueden decirle a un periodista: “A mí tu no me jodes”, ni a Juan Bautista Fuenmayor: “Ganaste en la Corte seguir como Rector, pero en la vida diaria no vas a ganar”. Hoy no manipulan la justicia con la misma facilidad de antes, ni pueden desacatar sentencias judiciales firmes o simplemente no ejecutarlas validos del control de la fuerza pública.
Se terminó el engaño del pueblo venezolano. Sólo los oyen sus pares o los envenenados con un odio ajeno a los venezolanos. Pero no aceptan que se produjo un cambio. Regresar al poder se ha transformado en su tormento. Por ello no vacilan en recurrir a cualquier medio, por más perverso que sea, para alcanzar a tener lo perdido definitivamente. Juegan al golpe, a la invasión extranjera, al magnicidio, a la destrucción de la patria, con tal de lograr sus propósitos. Afortunadamente, una oposición democrática lucha por abrirse paso, sin seguir los dictados del imperio y sin ensuciarse las manos con sus dólares. Oposición no dispuesta a permitir la destrucción del país. Una oposición nacional, venezolana, con sus intereses aquí y no en el exterior. Preocupada por la suerte de la República y decidida a ejercer su derecho constitucional de competir por el liderazgo y la conducción política de Venezuela. Esa oposición puede hoy ocupar el campo de lucha democrática abandonado por los golpistas y magnicidas que todos conocemos.