“El único autógrafo digno de un hombre,
es el que deja escrito con sus obras”
José Martí
La mañana del lunes 13, me acerque a la plazoleta del concejo municipal en Acarigua, para escuchar el recordatorio sobre el funesto 12 de abril del 2002; para beneplácito de un pueblo ansioso de libertad, al día siguiente (13 de abril) todo fue alegría; el presidente Hugo Chávez, fue rescatado de las garras de una oposición llena de odio y rencor, frustrando un golpe de estado, con la aprobación de los Estados Unidos. Esa misma mañana, me terminaron de convencer sobre la triste noticia de la muerte de Eduardo Galeano, hombre comprometido con los oprimidos de la tierra. El conocido autor del libro “Las venas abiertas de América Latina”, donde retrata los pueblos ofendidos y humillados de nuestro continente americano
Después de la lamentable noticia, me dirigí a mi hogar, para indagar sobre el deceso de un humilde luchador, escritor, periodista y por sobre todas las cosas un verdadero amante de la paz y la libertad, pero además un ardiente y apasionado aficionado al futbol, al extremo de colocar en la puerta de su residencia, cuando llegaba un mundial, un letrero que prácticamente lo decía todo: “Desde hoy, aquí no se habla, sino de futbol”; lo vivía con tanta emoción, que en cierta ocasión expresó: “El fútbol da alegrías Y da placer. Bien jugado, da placer. Ver jugar a Messi da placer”. Veía al balompié de una manera tan cautivador, que en una oportunidad lo definió, como algo inseparable: “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol”
Eduardo Galeano, era un verdadero maestro de la palabra, pero además era un auténtico visionario de un universo, totalmente lleno de conflictos, calificándolo con una rápida expresión ¡Estamos viviendo en un mundo al revés! En cada conversación o conferencia cautivaba a un público ansioso por escucharlo, para dejarle una verdadera lección de sabiduría, con una sencillez y pedagogía, difícil de conseguir en un conferencista; sus expresiones eran muy sabias, pero a la vez acusadoras, más, cuando se refería al coloso del norte, por la forma tan avasallante, como han tratado a los pueblos de nuestra América; sin ningún respeto, al extremo, que en la recién finalizada, cumbre de las Américas, el presidente norteamericano Barack Obama, reconoció un error imperdonable sobre los derechos humanos, del cual tanto hablan y critican; se confesó de una manera muy rebuscada ante un selecto auditorio: “Nuestra aplicación sobre los derechos humanos no siempre han sido congruentes y han existido capítulos oscuros”. Se quedó corto en su revelación; todos sabemos la verdadera historia de atropellos y vejaciones.
Eduardo Galeano, siempre fue un eterno acusador de los opresores; sus palabras eran latigazos contra los gobiernos entregados a los Estados Unidos. Vivió para escribir y contar con tanta dulzura y sencillez, que cualquier lector con limitaciones académicas, entiende sus ocurrencias. En su obra “El libro de los abrazos” conseguimos tres relatos muy cortos, pero sumamente concisos, el cual transcribo para deleite de los lectores: No 1 “La noche 3” Yo no duermo a la orilla de una mujer, yo duermo a la orilla de un abismo. No 2 “Las paredes hablan” En buenos aires, en el puente de la boca: Todos prometen y nadie cumple. Vote por nadie. En Caracas en tiempos de crisis, a la entrada de uno de los barrios más pobres: Bienvenida, clase media. En Bogotá, a la vuelta de la Universidad abierta: Dios vive. Y debajo, con otra letra: De puro milagro. Y también en Bogotá: ¡proletarios de todos los países uníos! Y debajo, con otra letra: (Último aviso.). No 3 “Nochebuena” Fernando Silva dirige el hospital de niños de Managua. En vísperas de navidad, se quedó trabajando hasta tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa esperaban para celebrar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo queda en orden, y en eso estaba, cuando sintió que unos pasos le seguían. Unos pasos de algodón, se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás. En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte, y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso. Fernando se acercó y le rozó la mano: - Decile a… - Susurró el niño -. Decile alguien, que yo estoy aquí.
Estimados lectores, créanme, que termine escribiendo, sin tomar en cuenta al cantor del pueblo Ali Primera, cuando dice en su canción: “Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos y a partir de este momento es prohibido llorarlos”.