¿Lo peor de la derrota?... Ver a los pobres celebrando la victoria de sus enemigos

La derrota en sí misma, como un todo, nos deprime y molesta. Se siente uno, parafraseando al escritor John Dos Passos, como un perro apaleado. Pero dentro de la derrota hay aspectos particularmente insidiosos, cantos cortantes, detalles que duelen especialmente, realidades que nos laceran el alma.

Por ejemplo, el lunes pasado vi gente pobre (muy pobre, pobrecita… en lo económico, quiero decir) que andaba eufórica con la victoria de la MUD. Eran obreros, trabajadores de oficina, pasajeros de busetas, engullidores de empanadas en el quiosquito… y saltaban en una pata por el éxito electoral de la derecha. Dígame usted si no son, más allá de tener poco dinero, gente realmente pobre. Dígame usted si no duele.

Presenciar esa repetitiva imagen fue, quizá, lo peor de la derrota. Es una realidad que nos habla de la pérdida del respaldo de las masas; del divorcio de la Revolución con los sectores más humildes (culpa, sin duda, de una vanguardia que, con sus errores y omisiones, ha hecho que esto ocurra). También son escenas que demuestran cuán frágil es, luego de 17 años, la formación política de gruesos estratos de la población (a pesar del Poder Popular y del masivo acceso  la educación que se ha registrado en tiempos revolucionarios). Es una prueba de que, a poco menos de tres años de la muerte del comandante Chávez, su gente se ha vuelto de nuevo fácil de engañar, víctimas de estratagemas de marketing y publicidad política, consumidores irreflexivos de promesas difusas de cambio. ¡Pobres!, esta vez no solo en el sentido económico.

Entre los alegres celebrantes de la victoria opositora hay –a simple vista puede apreciarse– personas que bajo el gobierno revolucionario han recibido oportunidades de estudio, empleo y reivindicaciones laborales, acceso a servicios de salud, vivienda y transporte, pensiones y jubilaciones. Y conste que no se trata de reclamarles su ingratitud, pues eso sería la otra cara de la moneda del clientelismo político más burdo. Lo que angustia de esa actitud inconsecuente es que estos compatriotas han llegado a creer que todos esos beneficios son derechos adquiridos y que su perdurabilidad en el tiempo está garantizada, que no dependen de que continúe adelante la Revolución. Están convencidos, inocentemente, que en un eventual gobierno neoliberal, todo eso continuará, solo que con mayor eficiencia. Pobrecitos.

Lo más lacerante del asunto es que mientras estos venezolanos y estas venezolanas humildes danzaban felices por la victoria de la coalición de partidos antichavistas, los principales accionistas de la MUD Corporation comenzaban a perpetrar –sin demora alguna– sus planes para el más drástico retroceso que haya experimentado alguna vez Venezuela en el campo de las políticas sociales. Estos sectores, los verdaderos dueños de la alianza política, ni siquiera se ocuparon de festejar. Fueron directamente a lo suyo: anunciaron de inmediato que le pedirán a sus 112 lacayos que anulen las leyes que más les molestan, incluyendo la del Trabajo y la de Precios Justos.

Es una amarga ironía: mientras los pobres bailaban emocionados por un triunfo que consideraron suyo, los ricos se apresuraban a mover sus piezas para, a corto plazo, despojar a los jubilosos trabajadores y consumidores de cualquier cosa parecida a un beneficio que hayan podido recibir en estos 17 años.

La pregunta que surge es cuánto tiempo tardarán los alborozados pobres en darse cuenta de que les dieron a sus enemigos de clase las armas que necesitaban para que les expriman hasta la última gota de sangre, de sudor y de lágrimas. ¿Qué pasará cuando tomen conciencia de que prácticamente han incurrido en un suicidio colectivo?

Creo que cuando vea a algunos de estos ufanos votantes de la MUD en trance de arrepentirse, los individuos como yo nos sentiremos todavía peor que el lunes. En rigor, deberíamos esperar a que eso ocurra para decirles cosas irónicas, como “¿Y tú no eras el que daba saltos de alegría el 7 de diciembre?”, pero temo que lo que nos sobrevendrá será otra gran depresión al ver a estas buenas personas chapuceando en el desengaño. Entonces, tanto ellos como los que no caímos en la treta, nos sentiremos igual de mal: como perros apaleados.



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Clodovaldo Hernández


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