El concepto de democracia tiene que haber nacido de alguna o algunas prácticas de igualdad entre individuos en cualquier sociedad. Hay quienes remontan el mismo a la Grecia antigua y, en la actualidad, la hegemonía imperial gringa, respondiendo a los intereses de dominación mundial capitalista, se atribuye ser la referencia más “perfecta” y acabada de la misma.
Tan es así que, si algún país bajo su halo de influencia, en ejercicio de su plena soberanía, llegase a querer profundizar en el concepto y su perfección social en la realidad, y la calificase de “participativa y protagónica” -como lo hace la Venezuela Bolivariana y Chavista, en la actualidad-, sería considerada anatema y condenada al fuego cruzado de ataques como guerras económica, mediática, simbólica, militar y paramilitar o cualquier otra variante que se le ocurra al Pentágono en el afán por conseguir que vuelvan al redil de bondades que representa el hegemón democrático yanqui.
En la etimología derivada del griego, la democracia sería el gobierno del pueblo. Sin embargo, la evolución (o involución) social del término califica a ésta como representativa. Un gobierno que “representa” pero no necesariamente contiene los intereses del pueblo. Una élite o casta es elegida en o por un colegio electoral, al estilo de lo que ocurre en los Estados Unidos de Norteamérica, y gobierna “para todos” pero en representación auténtica y exclusiva de los intereses de clase de los dominadores.
En tal sentido, sólo en una sociedad que haya conseguido suprimir las diferencias económicas y sociales entre dominadores y dominados, existiría la posibilidad de contar con una verdadera democracia, en la que el pueblo en su conjunto, es protagonista responsable de sus hechos y participa en la construcción y ejecución de sus decisiones en igualdad.
La hipotética democracia, en una sociedad de clases antagónicas, como lo es la capitalista” debería convocar los intereses de ambas clases para una especie de conciliación en la que ambas se sientan representadas. Esta “democracia” que se escribiría con la mayúscula “D” de DOS, sólo es imaginable en un trabajo de laboratorio, mientras no se resuelva la lucha de clases a favor de la mayoría y, más temprano que tarde, de la igualdad social y económica ante la producción, distribución y consumo de los bienes, por parte de los seres humanos.
De la democracia al diálogo
Muchas de las llamadas democracias, en el mundo actual, convergen o convocan al diálogo como fórmula de entendimiento político para la aceptación de una gobernabilidad que no es equilibrada o que se muestra en evidente confrontación.
Una democracia que necesite invitar al diálogo es porque ella, en sí, no es dialógica. No se comunica, si lo hace es en relación vertical y no horizontal. El dialogante es un inferior o un superior, de cara a su “par” pero jamás un igual con quien se establece un trato equivalente y equitativo.
Si nos colocamos en la realidad venezolana de este presente coyuntural, se observa que hay dos extremos conceptualmente antagónicos en la que se utiliza un mismo sustantivo (“democracia”) para referirse o designar a dos realidades que responden a intereses de clases radicalmente opuestos.
La democracia de los burgueses, de los dominadores capitalistas, es representativa de una igualdad que sólo existe en papeles o en las mentes de quienes la imaginan. Por el contrario, la democracia de los proletarios hace a estos protagonistas de una construcción de igualdad en la que no habrá ricos ni pobres sino seres humanos, productivos y consumidores de sus bienes de acuerdo a capacidades (en la producción o generación de bienes) y necesidades (en la distribución y el consumo de esos bienes).
Políticamente enfrentados dos “modelos” de democracia, en Venezuela, las voces oposicionistas reclaman un diálogo –en el que predomine la hegemonía derivada de su poder capitalista- con el gobierno revolucionario que preside el bolivariano y chavista Nicolás Maduro, mientras que éste propone, defiende y estimula un diálogo en el que las partes son dos sin ventajismos de ningún tipo y en una lucha por la hegemonía que debería librarse en el mismo terreno donde se libra la lucha de clases.
La necesidad de DOS
Democracia y diálogo requieren de dos partes, de dos actores, de dos iguales que participan, protagonizan y eligen (todavía bajo los signos de la lucha de clases propia al capitalismo) en un aparente consenso en el que hay entendimiento o aceptación de la verdad verdaderamente razonada y convincente para el bienestar social común. Es lo que –a manera de ejemplo- reconocía el Libertador Simón Bolívar cuando en Angostura definía y aplaudía como la mejor forma de gobierno a esa que contribuye a dotar de la mayor suma de felicidad a todo el pueblo. Recuérdese que Bolívar aludía a esa “forma de gobierno” sin la abolición de las clases, sino en función del bienestar colectivo de venezolanas y venezolanos.
El “diálogo” que las partes políticamente confrontadas hoy en Venezuela, solicitan en esta coyuntura, por razones de clase, está obligado a resolverse entre DOS, en los que cada uno se respete y acepte como tal. Allí estaría la verdadera victoria política del mismo, en estos momentos, sea que contribuya a fortalecer el proyecto Bolivariano y Chavista, contemplado en nuestra Constitución y el Plan de la Patria, o que dé al traste con el mismo y el pensamiento contrarrevolucionario se imponga –como lo intentan- por la fuerza.