Ver tambien el primer artículo de esta serie
LAS CONDICIONES Y EL DEVENIR DE LA REVOLUCION
Si hay “un pueblo revolucionario” que comienza a mostrarse como una realidad evidente, de todo esto sigue una pregunta obvia: ¿Pero entonces cuándo se produce una situación revolucionaria y cuando se dan las condiciones para dar comienzo a un proceso de transformación real y en firme? Sobre esto ha habido mucha especulación no siempre muy útil que tratan de generalizar lo que solo es cualidad de la situación misma. Del principio genérico y conceptual que expuso Marx al decir que las revoluciones se daban cuando el desarrollo de las fuerzas productivas (principalmente el desarrollo de las clases trabajadoras) entran en contradicción con las relaciones de producción existentes (el orden constituido) mucho se ha dicho y no siempre se ha clarificado bien el punto. Una gran huelga, una insurrección, un gran movimiento de masas, las rebeliones como las que nosotros hemos vivido, un cambio democrático de claro signo transformador como el que intuía en su momento la elección de Hugo Chávez, pueden ser el preludio de algo pero nunca su garantía. ¿Cómo y cuándo hay revolución?
Sea lo que sea tomando los aportes de muchos de los grandes teóricos y estrategas revolucionarios podemos decir que la situación revolucionaria necesita de algo más, y esto al menos tiene dos condiciones mínimas. Primero que los hechos político-sociales que se generen lleven detrás una clara intención de ruptura con el orden de cosas que se vive y una vanguardia que lo estimule y sirva de centro direccional de la acción revolucionaria (principio sagrado defendido por Lenin) o al menos se forje esta voluntad y es dirección en el curso de los acontecimientos (antídoto al vanguardismo defendido por Rosa Luxemburgo). Segundo, que la situación desate las fuerzas suficientes como para perdurar en el tiempo y ser capaces de llevar esa situación hacia un proceso continuo y sin límites previos de cambios y rupturas con el orden de capitalista e imperialista de dominio (visión de revolución permanente reivindicada por Trostky), derrotando una tras otra las “casamatas” (palabra utilizada por Gramsci) desde donde se resguardan y contraatacan las fuerzas contrarrevolucionarias en su dimensión local, nacional e internacional, militar, política, económica y cultural. Estas son las dos tesis básicas que en su síntesis podemos reivindicar sin duda.
Pero podríamos agregar un tercer elemento y es la propia “producción” del sujeto revolucionario. La situación revolucionaria para realizarse más allá del mero acontecimiento necesita producir una subjetividad social en constante rebelión y búsqueda de nuevos caminos de vida (la revolución hace al hombre y la mujer que la protagoniza). Por tanto, el problema no es solo “político-estratégico”, es igualmente un hecho cultural y sobretodo productivo. Por cierto muy pocos movimientos o partidos venidos de la izquierda clásica han reconocido este déficit original en su propia construcción orgánica y por ende el gran vacío que sobrellevan al no abordar la “política revolucionaria” como el lugar donde nosotros mismos “nos fabricamos”, estando obligados a producir una subjetividad emancipada, un “poder constituyente” de la clase, de “las multitudes” como diría más adelante Negri.
Sobre este último punto, ya Mariátegui y buena parte de las corrientes anarquistas que se inspiraron en Sorel, insistían en que la revolución, y en particular la militancia revolucionaria, traía consigo una pasión propia, era de alguna manera una forma de terrenalizar la alienación religiosa y toda la fuerza mística que ella contrae. La revolución “hace” entonces a los seres humanos por medio de la recuperación de la fe en sí mismos y la emancipación humana. Es la misma idea del Che cuando habla del “hombre nuevo” que nace de la fragua revolucionaria. Desde otra línea de reflexión el autonomismo obrero y los llamados “postestructuralistas” así mismo insisten en que el mundo nos talla como pedazos de madera lisos utilizados por los artesanos del orden empezando por nuestro mismo inconciente. La crítica al psicoanálisis descubre este problema. Por tanto, el sujeto social revolucionario -“la clase trabajadora”- no existe en sí misma (no es un dato sociológico), ella se fabrica en cuerpo y alma en el proceso continuo de lucha por su propia “autovalorización” como colectividad trabajadora y como ser sociales (desde la lucha por un mejor salario y condiciones de vida hasta el saboteo y la rebelión contra toda la maquinaria del orden sumando la construcción de su propio orden de libertad).
La revolución en ese sentido actúa como una fábrica subversiva que se apoya en el deseo innato de todos a liberarnos de las fuerzas que oprimen, controlan, disciplinan y reprimen la realización de nuestros deseos innatos de expresión y libertad. Los trabajadores y toda la población desposeída bajo el capitalismo se entiende desde esta línea de reflexión ya no solo como una población explotada que fabrica mercancías o queda al margen del derecho a producir, también se fabrica a sí misma, produce nuevos acontecimientos, acumula experiencias y genera hechos inéditos en consonancia con las características que toma tanto el orden capitalista en su evolución histórica como las instancias de resistencia y subversión que los trabajadores en toda su diversidad real (movimientos sociales y de clase) van construyendo a lo largo de la historia. La revolución se nos presenta de esta manera como una verdadera máquina de guerra anticapitalista multiplicadora de todas las rebeldías, resistencias e insurgencias capaces de quebrar el orden impuesto a todos. Así, la situación revolucionaria como tal aparece como una fase donde estas desbordan en fuerza real y potencia constituyente las fuerzas constituidas del capital. Situación que es ya un acto de creación de la nueva realidad “comunista” en germen (comunidad –sociedad- que se libera de toda esclavitud y libera sus fuerzas productivas).
Visto desde este punto de vista la estrategia revolucionaria en los tiempos del capitalismo globalizado se presenta esencialmente como la capacidad de multiplicar por todos los rincones de la sociedad esa fábrica de rebeldías radicalizando su choque contra el orden constituido y no solo la decisión y el camino político –justo o no- que adopte una determinada vanguardia en su círculo cerrado de debate. Las fases o etapas de la revolución ahora parece que se invierten; el “comunismo” (etapa idílica y final a lo que aludían los movimientos revolucionarios desde su nacimiento en siglo XIX) ahora es el programa mínimo de todos los pueblos en lucha.
Tenemos de toda esta discusión una consideración a nuestro parecer fundamental desde los tiempos que vivimos. La revolución es una incubadora de situaciones, sujetos y procesos cuyo único lugar de siembra es el pueblo desposeído convertido o recreado en una gigantesca variedad de “comunidades y movimientos en lucha”. La revolución produce sus productores pero al mismo tiempo se consolida en la medida en que derrota y “expropia” a sus enemigos estén donde estén, se manifiesten como se manifiesten. La “revolución” definitivamente solo puede leerse desde ese protagonismo de los “de abajo”, el protagonismo de la clase trabajadora en toda su diversidad. Se forja únicamente desde su seno y en su deseo (“la liberación de los trabajadores será obra de ellos mismos”, decía el preludio al texto de fundacional de la I Internacional -1871-). La revolución evoluciona en nuestros cuerpos y conciencia, nos “hace” comunidad liberada que se expresa, produce, genera conocimiento y organización. Avanza profundizando todos los campos de la democracia y la libertad, del autogobierno y la autogestión de los medios productivos, lo que nos obliga a ir desmoronando todos los aparatos “trascendentes” del mando (religiosos, capitalistas, estatales, burocráticos, tecnocráticos, paraestatales, transnacionales, imperiales). Son los lugares a grandes rasgos donde se sintetiza el poder constituido hoy en día. La revolución se defiende con sus propias armas y hace “del pueblo” su propio defensor, necesita por tanto construir sus propias “máquinas de guerra”. La revolución es también un nuevo orden naciente en manos de los que nunca tuvieron nada y fueron siempre invisibles a toda historia. La revolución comienza donde sea y como sea, puede empezar muy tibia y “democrática” sin afectar a profundidad los intereses de las clases dominantes (pacífica), o al revés, puede comenzar siendo “muy terminal” actuando violentamente contra el conjunto del sistema de dominio. El dilema (muchos se han quedado divididos y anclados en este asunto intrascendente) no es donde comienza, la clave es por donde continúa se expande y radicaliza sin límites sociales, temporales o nacionales predeterminados, creando un sujeto social que se forja en la búsqueda de un orden de vida radicalmente distinto.
Aquí comenzó tomando consigo las reglas del orden, casi que pidiendo permiso, en Cuba explotó violentamente destruyendo todo los aparatos de poder y expropiando a los expropiadores, sin embargo ambas han sido revoluciones. Una apenas mostrando hoy en día sus primeros rostros, la otra, endurecida y acorralada por el imperialismo, ojalá y evolucione superando sus inmensas trabas burocráticas y despóticas. Pero ambas lo han sido por los hechos sociales, culturales, políticos que se han producido posteriores a las explosiones de rebeldía que sellaron sus comienzos y por su capacidad de producir una subjetividad social abiertamente contestataria y unida a la causa de la liberación de los pueblos del mundo.
La cuestión por tanto es por donde y como han continuado los procesos revolucionarios y por donde o a causa de qué se quebraron como bien sobran los ejemplos. Toda revolución utiliza para desarrollarse los códigos culturales, la memoria y valores de cada pueblo, la fábrica de sueños y experiencias que ella supone en su fase germinal, pero a su vez nos libera como pueblos concretos de los mitos y valores que servían para justificar nuestra propia esclavitud. Bien podemos decir que la revolución es la expresión mas profunda de la capacidad liberadora y creadora que tenemos los seres humanos.
Este es el punto donde queríamos llegar en esta parte: la revolución es imposible hacerla e interpretarla desde “el gobierno”, de su quehacer institucional, desde su propaganda oficial. Defendamos o no algún gobierno, esto ya a estas alturas en nuestra consideración debe ser un axioma sobre el cual se fije la situación y se establezcan las estrategias de los movimientos revolucionarios nacientes. En nuestro caso bien es sabido que defendemos la vigencia del liderazgo de Hugo Chávez y por extensión formal del gobierno que preside. Más no así el aparato burocrático que le sirve de instrumento ejecutivo por la inmensa cantidad de intereses cruzados, relaciones con el gran capital, gigantesca corrupción, presencia de sectores de derecha y contrarrevolucionarios que hay en su seno, siendo hegemónicos dentro de él (en síntesis –no nuestra- en una que otra marcha ya se balbucea al menos el dicho “viva Chávez, abajo el gobierno”). Pero independientemente de nuestras consideraciones actuales sobre el gobierno, nos negamos a reconocer en este el productor y dirigente del modesto proceso transformador en curso que vivimos. La ausencia de una dirección colectiva del proceso revolucionario (cosa que a estas alturas de la historia jamás podrá condensarse en la instancia de gobierno) constituye uno de sus grandes debilidades y vacíos. A lo mejor uno que otro gobierno ayuda o le interese negociar con el polo social revolucionario, es decir, no es necesariamente una piedra de tranca fatal o un enemigo inmediato, o si se entiende como un “gobierno revolucionario” (caso venezolano) el ayudar y facilitar los caminos de desarrollo de la revolución social es su deber y la razón única que lo justifica en tanto tal. Hasta allí, a nuestro parecer el potencial revolucionario de gobierno.
Obviamente todo esto tiene mucho que ver con el viejo dilema “de la toma del poder”. Sin duda hay que admitir que en oportunidades es necesario hacerse del gobierno por vías democráticas, o participar de una manera tangencial en alguna de sus instancias ejecutivas o representativas para ayudar desde allí a la expansión de un proceso revolucionario pacífico pero en curso (nuevamente caso venezolano…mientras se pueda). O de manera violenta, tomando el poder por completo, fundamentalmente para impedir que la crisis terminal de poder en que este envuelto un determinado régimen de dominio gracias al propio avance revolucionario sea la excusa para que cualquiera de las expresiones fascistas que tenga escondida bajo la manga la burguesía y sus amigos se imponga a raíz de este vacío. Pero esta “toma del poder” que por más de un siglo fue el “tesoro más buscado” de la estrategia revolucionaria desde el campo marxista, hoy solo tiene sentido si es para abrir de inmediato un proceso constituyente múltiple, no representativo, profundamente participativo, popular e internacionalista, evitando absolutamente la perpetuación de una dictadura burocrática de la élite revolucionaria, sea cual sea el nombre, ideología y justificativo ético-político que se le quiera dar a ese tipo de despotismo. Una u otra opción (pacífica o violenta) de todas formas tiene mucho que ver con la complejidad irreductible de la situación política que viva cualquiera de los pueblos, y para lo cual no existe ningún tipo de leyes y modelos abstractos que permitan construir “teorías” omniabarcantes al respecto.
Sin mucho vericueto teórico, la posición que exponemos niega de manera clara el viejo “marxismo-leninismo” inventado a finales de los años veinte (tan rimbombante aún en muchas de nuestras voces “dirigentes”) por su visión mecanicista, oportunista e instrumental del poder y en el fondo muy totalitaria. Pero también el anarquismo en la medida en que este o sus nuevos exponentes como J. Holloway (“transformar el mundo sin tomar el poder” es su teoría y consigna, siendo los zapatistas sus “niños ejemplo”…¿son, no lo son?, esto habría que preguntárselo a ellos) presuponen la posibilidad de una revolución o una transformación autónoma y desde abajo que en su desenvolvimiento subterráneo o explosión abierta destruye totalmente el poder imperial, capitalista y burocrático como de todo adversario de clase presente en una determinada circunstancia revolucionaria. Esta mistificación del poder revolucionario, la demonización del poder en sí y el desprecio del enemigo ya le costó muy caro a los anarquistas españoles que sin duda estuvieron a punto de concluir la primera revolución sólida y auténticamente comunista y libertaria de la historia.
Sobre esto de la “toma del poder” debemos puntualizar en todo caso que si bien el poder de estado, de gobierno o cualquier poder trascendente sobre la sociedad, no es ningún demonio del mal ni mucho menos una joya venerable, sigue teniendo absoluta vigencia la vieja y original tesis de los primeros comunistas: todo mando impuesto, empezando por estos gobiernos de hoy y los mandos institucionales que los acompañan, tarde o temprano hay que acabarlos por completo, acabando con el estado y el orden constituido que le sirve de soporte institucional, militar y normativo a ese gobierno y esos mandos. Sea este el gobierno desde donde tradicionalmente gobernaron las clases dominantes o incluso aquel gobierno que ha pretendido “representar” y “dirigir” la revolución cuando en realidad lo que esta haciendo es acabándola. Esta es si se quiere la situación definitiva en que tiende a derivar todo proceso revolucionario proletario, socialista, libertario hoy en día, incluido el nuestro. Tarde o temprano tal disyuntiva entre gobierno o revolución se presentará de manera radical. Esto nos lleva nuevamente a la alternativa “comunal” (comunista) a la cual el viejo Marx se refirió más de una vez para evitar caer en la trampa de denominar ese nuevo poder naciente un “estado” (“llamemos a ese poder comuna y no estado” decía en el Programa de Gotha), o a la construcción del “no estado” como hemos preferido llamarlo negativamente en estos tiempos. La posibilidad de llegar hasta allá es evidentemente muy incierta. Desde el contexto restringido de lo nacional es imposible lograrlo por las limitaciones y enemigos que supone. Se necesita de territorios plurinacionales mucho más abarcantes y poderosos. ¿Se podrá lograr la constitución de un “no estado”, de una comunidad de naciones liberadas dentro del contexto de Nuestramérica? Esa es en todo caso nuestra apuesta. Nuestramérica como la primera república socialista y no estatal de la tierra.
En síntesis, la revolución tiene un solo lugar de donde realizarse y constatarse: esto es, su derrotero como “revolución social”, como acción que dirige la sociedad en forma autónoma y liberadora, y dentro de ella el “pueblo pobre” de donde nació. Cinco puntos nos ayudan a evidenciarla 1. Hasta dónde ha llegado la destrucción de un viejo orden de dominio, de su burocracia, sus propietarios, sus mafias, sus viejas instituciones. 2. En qué medida se consagran sistemas de autogobierno social facilitando el nacimiento de nuevas relaciones de producción y de poder antepuestas al orden de propiedad, producción y poder impuestas por el capitalismo. 3. Hasta donde nace “un hombre y una mujer nuevos”, recreándonos a nosotros mismos y las comunidades a las que pertenecemos. 4. Hasta qué punto ella desdobla sus límites nacionales, convirtiéndose en el lugar de inspiración y apoyo de otras revoluciones más allá de sí misma. 5. En qué medida esa “revolución socialista”, tal y como lo impone la misma realidad del capitalismo globalizado, no se detiene en etapismos y realismos castrantes y justificadores de las peores traiciones, sino que avanza hasta donde puede pero sin detenerse en la construcción de una sociedad “comunista”.