"... ética es la disciplina del conocimiento que tiene por objeto el estudio de los distintos caracteres, hábitos, costumbres y actitudes del ser humano clasificándolas en buenas (honestidad, veracidad, prudencia) o malas (codicia, mentira, injusticia), debidas o indebidas, convenientes o nocivas para el ser humano, enseñando cuáles son aquellas acciones dignas de imitar. Cuando la ética es aplicada y puesta en práctica en el ámbito público se denomina Ética Pública "
Discernir para optar, deliberar para decidir.En el fondo de todo este debate está el problema de la distinción entre derecho y moral. La Constitución es un documento jurídico y no una prédica moral. Su principal cometido es el de encarnar el consenso político alcanzado y ser por ello garantía de paz y libertad. La Constitución no puede plantearse, al menos directamente, ni la tarea de hacer felices a los seres humanos ni, todavía menos, la de hacerlos buenos. La Constitución no es una encíclica pastoral. Es una fuente de derecho, la de máxima jerarquía, que como el sol alumbra a buenos y a malos, a felices y a desgraciados. Su papel consiste en integrar a todos en la convivencia, permitiendo la estabilidad del sistema político y, en consecuencia, también del sistema global de la sociedad. El consenso político es siempre relativo ya que es el resultado de un diálogo real, siempre imperfecto. Y la Constitución, en cuanto verbalización de dicho consenso, está igualmente sometida al avatar de los condicionamientos de diverso tipo. El influjo de los símbolos ideológicos dominantes en cada fase histórica actúa directamente sobre todo tipo de documento jurídico, al representar aquéllos las claves del entendimiento político.
Mitos y símbolos están siempre presentes. Los nuestros son los propios de una era tecnificadora y formalizante, en que las exigencias de la autonomía individual encuentra su contrapunto y complemento en la omnipotencia del Leviatán. Este mundo individualista y cerrado en los Estados ha concluido, aunque todavía no nos hayamos dado plena cuenta de ello. Ni la ciencia ni la técnica, diosas de la modernidad, salvarán al hombre. La técnica se ha transformado en un monstruo que incluso se burla del Estado, su gran protector. La ciencia no nos proporciona respuesta satisfactoria a ninguno de nuestros grandes problemas. Hoy por hoy ni siquiera sabemos aún si el mundo está habitado por otros seres capaces, como los hombres, de hacer historia. La gente vive aún embebida en el mito del progreso sin fin y de su sucedáneo social, el consumismo sin límites, sin percatarse que los días de la humanidad están contados si no se cambia el rumbo. Mientras "Occidente" se desenvuelve en una complacencia narcisista, preocupado por su "nivel de vida", millones de seres humanos son víctimas de la injusticia más atroz, del hambre, de la ignorancia, de la humillación. Nunca como ahora suenan tan auténticas aquellas palabras del rey sabio, de que todo es vanidad y apacentarse de viento...
Es preciso un retorno a la ética. Me refiero a la ética en serio, no a una ética meramente procedimentalista. Sin descuidar la importancia, sin duda enorme, del procedimiento para la toma de decisiones colectivas (también las de índole moral), se impone la reflexión sobre los problemas reales que hoy tenemos, tanto en el ámbito de la vida personal como en el de la vida social o política. El relativismo moral, que constituye hoy por hoy el rasgo predominante de nuestro actual momento cultural y cuyas raíces se remontan, a muy atrás en el tiempo, ha de ser superado. Al menos hay que lograr un consenso mínimo, esto es, un consenso sobre un núcleo de criterios morales que representen los valores básicos para una convivencia realmente humana. Hoy la ética se ha transformado en una necesidad radical, pues sin ella el género humano sucumbirá a la destrucción. Es preciso un nuevo pacto: el pacto que nos impulse a la contemplación de la humanidad como un todo y nos permita salvarnos juntos. No un pacto a favor del Estado, como los modernos, sino un pacto a favor de la humanidad. Hemos de sustituir, para ello, el principio de la felicidad por el principio de la responsabilidad. O mejor dicho: el principio del placer por el de la responsabilidad, ya que, en el fondo, sólo esta última nos permitirá alcanzar la felicidad verdadera.