"Más importante que defender la propia vida es defender la dignidad de nuestra propia vida"
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Introducción
Creyentes y no creyentes suscriben el contenido del artículo 1 de la Declaración de Derechos Humanos, ratificado por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, después de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros".
Para explicar el concepto de dignidad, en los diccionarios filosóficos se suele citar la definición que hizo Immauel Kant en la Fundamentación ele la metafísica de las costumbres: "Aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad".
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La dignidad humana
El principio de la dignidad, formularse de la siguiente manera: "Toda persona tiene una dignidad intrínseca y debe ser tratada según esta dignidad". Cuando afirmamos que la persona tiene una dignidad intrínseca, se está diciendo que tiene un valor incalculable, que merece ser respetada por el mero hecho de ser persona. La dignidad, pues, no se fundamenta en el tener sino en el ser. Hay personas que tienen más cualidades que otras, pero la dignidad no depende del verbo tener, sino que enraiza en el ser de la persona. Simple y llanamente, el principio de dignidad puede parafrasearse así: Toda persona merece un trato respetuoso, tanto si tiene cualidades como si no, pues su dignidad no depende del tener, sino que es inherente a su ser.
La persona rica, por ejemplo, merece un respeto, pero no por el hecho de ser rico, sino por el hecho de ser persona. La persona pobre también merece un respeto, pero no a causa de su pobreza, sino porque, aun siendo pobre, es, antes que nada y por encima de todo, una persona. El enfermo merece un respeto por parte de la sociedad, pero no a causa de su enfermedad, sino por el hecho de ser persona. El inmigrante, tenga o no tenga papeles, sea o no sea legal, también es merecedor de un respeto, porque, por encima de todo, es una persona y su dignidad no depende del hecho de tener o no tener unos papeles. El presidiario nos exige un respeto, pero no por el hecho de ser presidiario sino por el hecho de ser persona.
La conciencia cívica asume estos principios como criterio ético y desde él juzga y evalúa situaciones. Este principio, que está expresado reiteradamente en las grandes declaraciones universales de la ONU, de la UNESCO y del Consejo de Europa desde 1945 hasta ahora, así como también en todas las Constituciones democráticas, como la del 1999 (CRBV) nos empuja a superar la perspectiva grupal y a comprender que toda persona es un ser digno del máximo respeto y de atención. Con frecuencia, no obstante, se pierde de vista esta idea y se valora el respeto que merece la persona a partir de algunos rasgos externos: su raza, su lengua, su sexo, sus opciones políticas o su nacionalidad. Cuando se produce esta reducción del valor de la persona, se incurre en un clasismo que tiene consecuencias lamentables.
Aunque no podemos desarrollar exhaustivamente la razón filosófica de esta dignidad, es necesario decir que este principio parte de la base de que la persona es el ser más perfecto de la naturaleza y que tiene una serie de caracteres diferenciales ligados a su naturaleza, que lo hacen merecedor de un respeto casi sagrado. Esto no significa que no se deba también un respeto a todos los otros seres de la naturaleza. Lo que se afirma es que la persona ocupa un lugar jerárquicamente superior, porque está dotada de una naturaleza que la faculta para realizar unas funciones que son propias y exclusivas de ella. La persona es, en definitiva, un sujeto de derechos. La manera de expresar el respeto a su dignidad se manifiesta en el respeto a sus derechos fundamentales. La transgresión de derechos rezuma, en cambio, falta de respeto hacia su excelsa dignidad. Cuando la vida humana es utilizada como moneda de cambio, como mercancía, como instrumento de terror o como fuerza productiva, y se pierden de vista sus derechos inalienables, se vulnera su dignidad.
Este principio se traduce, prácticamente, en una actitud de respeto y de atención hacia toda persona, en una actitud de atención a su corporeidad, a su dimensión social, psicológica y espiritual. Al afirmar que la persona tiene una dignidad inalienable, estamos diciendo que no se puede disponer de ésta, que no puede ser tratada como cosa o como objeto, que siempre y en cualquier lugar es un sujeto de derechos, también en los Estados más vulnerables y en las situaciones límite.
Al defender que la persona es digna por sí misma, estamos afirmando que lo es siempre y en cualquier circunstancia, y que su dignidad no depende ni del color de piel, ni de las opciones sociales, lingüísticas o religiosas, ni de ninguna otra característica. Al afirmar que la persona tiene una dignidad intrínseca, decimos que no tiene precio, que ha de ser respetada siempre y en todo lugar y que, incluso en el caso de que haya cometido una acción impropia, merece un trato justo y no pierde nunca esta dignidad.
Este principio filosófico, que ha sido objeto de múltiples reflexiones a lo largo de la historia desde los planteamientos escolásticos de santo Tomás de Aquino hasta las especulaciones renacentistas de Pico della Mirandola, tiene muchas consecuencias en la vida práctica.
Al afirmar que la persona tiene una dignidad, afirmamos que debe ser tratada siempre y en cualquier circunstancia como una finalidad en sí misma y nunca únicamente como un instrumento. Esta concepción de la dignidad, tan presente en la obra filosófica de Immanuel Kant, tiene diversas aplicaciones prácticas. Si la persona es un fin en sí misma, toda actividad está a su servicio y nunca puede ser instrumentalizada para una finalidad superior. Respetarla significa tratarla como un fin. Con todo, observamos que en la vida práctica hay actitudes en que la persona no es tratada así, sino como un instrumento al servicio de otras causas que se consideran de más valor. Cuando esto ocurre, la persona puede llegar a ser sacrificada por esta finalidad mayor.
El cientificismo es un ejemplo de esto. Según algunas posturas, la finalidad principal es el desarrollo de la ciencia y la persona está a su servicio. Desde esta postura, la persona puede llegar a convertirse en un objeto al servicio del desarrollo de la ciencia. Desde el principio de dignidad, la persona es el fin de toda actividad, también de la investigación científica, de tal manera que no es la persona la que está al servicio de la ciencia, sino todo lo contrario, es la ciencia la que debe estar al servicio de la promoción y el bienestar de toda persona.
También el estatalismo es una actitud contraria al principio de dignidad de la persona. Según esta postura, el Estado es el centro y el fin de la actividad humana, y la persona debe someterse a su servicio con el objetivo de garantizar el desarrollo y promoción de aquel. Desde el principio de dignidad, es el Estado el que debe estar al servicio de todas las personas que se encuentran en él. Corresponde al Estado la tarea de promocionar y de proteger a las personas y no al revés.
En el economicismo la persona es valorada en tanto ser productivo. En el belicismo la persona es valorada como instrumento de guerra. En el utilitarismo la persona es respetada si es útil socialmente, mientras que, si no es útil, pasa a un segundo plano. En todas estas actitudes y en tantas otras, que no recogemos aquí pero que frecuentemente se dan en la vida colectiva, se vulnera el principio de la dignidad de la persona.
Una ciudad es cívica cuando ha sido pensada para beneficiar a las personas que viven en ella. La ciudad no es un fin en sí misma, sino que es una estructura de acogida, cuya finalidad es posibilitar el desarrollo de la vida humana, el intercambio pluridimensional y las relaciones entre personas. No son los ciudadanos los que deben adaptarse a la ciudad, sino la ciudad la que debe adaptarse a las características y necesidades de los ciudadanos. Cuando la ciudad se convierte en un obstáculo para vivir o en un muro de incomunicación, pierde su sentido y su razón de ser.
Desde la conciencia cívica, se reivindican ciudades al servicio de las personas y no al revés. En los pequeños detalles de la vida práctica es manifiesto el respeto a estos principios de dignidad. También en la manera de tratar a los que nos rodean se pone realmente de manifiesto el valor que otorgamos a este principio. Lo que dignifica, en último término, una ciudad, un pueblo o un barrio, es el grado de respeto que se tiene hacia cada ciudadano, sea cual sea su procedencia y su estilo de vida. Cuando a lo largo de la historia se ha perdido de vista este principio, irrumpen formas de vida, programas políticos y marcos jurídicos que son, explícita o implícitamente, clasistas. De ahí la necesidad de velar en todo momento por que este principio que está universalmente reconocido en las Declaraciones universales y Constituciones democráticas sea el aliento vital de los pueblos.
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CODA
Queda claro que la dignidad humana es un concepto multifacético, que está presente en la religión, en la filosofía, en la política y en el derecho.Hay un consenso razonable en que ella constituye un valor fundamental subyacente a las democracias constitucionales de modo general, incluso cuando no está expresamente prevista en sus constituciones. La dignidad, en una línea de desarrollo semántico que se remonta a la Antigüedad, era un concepto asociado a la idea de clase y jerarquía: el estatus de ciertas posiciones sociales y políticas. La dignidad, entonces, estaba vinculada al honor y otorgaba a algunos individuos privilegios y tratamientos especiales. En ese sentido, la dignidad presuponía una sociedad estratificada y denotaba nobleza, aristocracia y la condición superior de algunas personas sobre otras.
A lo largo de los siglos, sin embargo, con el impulso de la religión, de la filosofía y de la política, una idea diferente de dignidad se fue desarrollando —la dignidad humana—, destinada a garantizar el mismo valor intrínseco a todos los seres humanos y el lugar especial ocupado por la humanidad en el universo.
Ese es el concepto explorado en este artículo, que está en el origen de los derechos humanos, particularmente de los derechos a la libertad y a la igualdad. Esas ideas están ahora consolidadas en las democracias constitucionales y han cultivado aspiraciones más altas.
En algún lugar del futuro, con la dosis adecuada del idealismo y de determinación política, la dignidad humana se volverá fuente de un tratamiento especial y elevado destinado a todos los individuos: que cada quien disfrute del nivel máximo alcanzable de derechos, respeto y realización personal.
Algo de bibliografía
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Eusebio Fernández García, Dignidad humana y ciudadanía cosmopolita
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Víctor Gómez Pin La dignidad: lamento de la razón repudiada