La reforma no es una revolución dilatada, que se desenvuelve por etapas hasta que, con la imperceptibilidad del viajero que cruza la línea ecuatorial –para seguir con la famosa metáfora de Edouard Bernstein– se arribe a la nueva sociedad. La construcción de los "mundos posibles" no procede de esa manera. Casi un siglo de reformismo en Occidente no fue suficiente para "superar" el capitalismo. Contrariamente a lo que cree Paramio, el sistema no ha sido transformado en dirección al socialismo sino que se se ha consolidado como un capitalismo crecientemente excluyente pero más flexible, dotado de mayores capacidades de adaptación y control de sus propias crisis y robustecido por una legitimidad democrática impensable en las fases más primitivas de su desarrollo.
Y si se habla de correlación de fuerzas el diagnóstico de Paramio resulta todavía más temerario, dado que se requiere una agudeza visual poco común para percibir en el panorama de los capitalismos desarrollados –para no hablar de la periferia– esas tendencias seculares que vendrían a demostrar "inequívocamente" el ascenso del proletariado como nueva clase dominante. Más bien, lo que el común de los mortales distingue son fenómenos bastante menos excitantes, tales como el auge del neoconservadorismo en la Europa septentrional o los Estados Unidos; o la capitulación de los "socialismos mediterráneos" en la Europa del Sud, súbitamente devenidos en gestores y administradores del reajuste capitalista.
El error de muchos reformistas ha sido el de confundir necesidad con virtud: aun cuando en las circunstancias actuales las reformas sean lo único que queda por hacer, eso no las transforma en instrumentos adecuados para la conquista del socialismo. Son lo posible, pero no constituyen lo deseable si es que mantenemos la mirada instalada en el horizonte de nuestra utopía. Aspiramos a más, pero vivimos en tiempos de reflujo que nos obligan a conformarnos con menos. Edelberto Torres Rivas captó con notable agudeza esta paradoja al sostener que "vivimos en los noventa una etapa en que la revolución es más necesaria como propuesta para una sociedad más justa, pero ella se ha vuelto imposible en las actuales circunstancias regionales e internacionales". En épocas parecidas, hacia el final de su vida, Engels advertía que no debíamos permitir que nuestra impaciencia se convirtiera en argumento teórico pues a causa de ese talante podríamos cometer el error de fetichizar las reformas y transmutarlas, al calor de nuestros desengaños, en una revolución por etapas.
Si propiciamos con energía y convicción la necesidad de introducir reformas de fondo en el capitalismo, es porque creemos que las fuerzas socialistas no pueden permanecer cruzadas de brazos hasta el momento en que llegue el incierto "día decisivo". La patética condición en que se encuentran grandes sectores de las sociedades latinoamericanas exige correctivos inmediatos, que la burguesía sólo está aceptará si una correlación de fuerzas que le sea inmensamente desfavorable se lo impone abrumadoramente. Como la historia y la sociedad se mueven dialécticamente, el resultado de esas innovaciones habrá de ser un temporario fortalecimiento de la sociedad capitalista; también la creación de una serie de condiciones que, cuando maduren, habrán de posibilitar –entonces sí– el tránsito hacia el socialismo en consonancia con las estipulaciones teóricas de Marx. No faltarán quienes –agobiados por el triunfo del capitalismo– nos reprochen por esta mezcla de optimismo y voluntarismo que trasunta nuestro argumento. Respondemos brevemente de la mano de Rousseau: "Si Esparta y Roma perecieron, ¿qué estado puede esperar durar siempre?" ¿O acaso debemos creer que el capitalismo se ha vuelto inmortal?.
Creemos que éstas son cuestiones urgentes dada la coyuntura que caracteriza a América Latina: la prolongada recesión económica internacional, el endeudamiento externo, el desplome de los socialismos reales, los legados de la experiencia autoritaria y los desajustes de una estructura social aceleradamente transformada son condiciones que exigen imperativamente la puesta en marcha de una decidida política reformista. La tesis de este trabajo, en consecuencia, es que las frágiles democracias latinoamericanas sólo podrán sobrevivir si tienen la audacia y la sabiduría suficientes como para promover un ambicioso programa de reformas sociales que modifiquen sustantivamente el funcionamiento del capitalismo periférico.
Privadas de esa profunda vocación reformista, languidecerán hasta sucumbir ante los embates combinados de la crisis y la intolerancia de los autoritarios. Sólo un sincero y genuino reformismo hará posible que los pueblos de la región resuelvan positiva y creativamente la crisis actual, consolidando institucionalmente los actuales avances democráticos y sentando las bases para futuros desarrollos. Veamos este argumento más detenidamente.
El clima de opinión que hoy prevalece en Occidente, y al cual no escapa América Latina, expresa antes que nada el escepticismo ante la democracia, consistentemente articulado por los principales voceros de las corrientes neoconservadoras. En efecto, mientras gran parte de la izquierda "postmarxista" parece haber llegado a la conclusión de que el capitalismo se ha reconciliado definitivamente con la democracia y resuelto las contradicciones que antaño la separaban de ella, los representantes más lúcidos de la derecha no dejan de manifestar su pesimismo acerca de la compatibilidad entre uno y otra. Samuel Brittan, por ejemplo, se preguntaba en un trabajo publicado hace unos años si la democracia podía manejar la economía: su respuesta era cuidadosamente negativa, si bien la expresaba con la elegancia y el tacto necesarios para no irritar a la conciencia democrática de nuestra época.