Mucho antes de la actual sociedad de mercado, la propiedad privada era un dogma del sistema. Sin embargo, en el momento actual, descendiendo al terreno de la vida real, la propiedad viene siendo acosada a diario, aprovechando los efectos de las nuevas políticas progresistas —que surgen siguiendo los dictados de la globalización, la ideología de los objetivos del desarrollo sostenible, contando con la bendición y el apoyo del capitalismo—, llegándose al extremo, en algunos casos, de que se tolere, más o menos abiertamente, que se prive de la propiedad a su legítimo dueño. Usando un lenguaje pseudojurídico se podría entender el asunto como que la propiedad se expropia sin derecho a indemnización, en algunos supuesto. Al menos en lo que hace referencia al ciudadano común, no a ese grupo de privilegiados, grandes consumidores de los fondos públicos, que gozan del beneficio de la insolvencia y otras prebendas. Todo por arte de una política calificada de avanzada y tolerante, que confecciona leyes como churros a la medida de sus intereses electorales para prolongarse en el sitial del poder, siguiendo la doctrina dominante Sin embargo, no hay que alarmarse por esta situación coyuntural, puesto que cabe señalar que, pese a esta situación de hecho, la ciudadanía está debidamente asistida de derechos, entre ellos, según las constituciones, del derecho a la propiedad; aunque el problema resida en que la letra no se suele aplicar en sus justos términos con carácter general. Es así que, pese a tal garantía, se observa que hay excepciones, y no precisamente del tipo de la expropiación forzosa con derecho a indemnización por razones de interés público. Esto es lo que se observa, a poco que se quiera abrir los ojos, aquí mismo, en esta colonia euroamericana, tan progresista, situada casi en el extremo sur de la llamada UE, que se publicita como Estado de Derecho y gran país.
Circular tranquilamente por la vía pública y que te asalten a plena luz del día para robarte, por ejemplo, el reloj o invadan tu morada para apropiarse de tus bienes —ambos delitos son de plena actualidad, según recogen los medios—, da la impresión a algunos beneficiados por la situación que ya no es un ilícito penal, simplemente una forma expedita de aliviar el estado de necesidad que padecen. No obstante, la ley sigue vigente y reprime tales actuaciones, aunque de hecho se siga la vía de una extraña tendencia a mostrar tolerancia con el delincuente. De manera que el asunto se suele resolver, de momento, utilizando las otras puertas giratorias y, acaso, en una academia de enseñanza de nuevas tecnologías de la delincuencia, disfrutando el interno de un periodo vacacional con cargo al Estado. Objetivamente considerado el asunto, para los perjudicados por tales atropellos es como si se les hubiera expropiado su propiedad sin indemnización alguna, porque han sido privados de sus bienes y probablemente no los recuperarán. Incluso corren el riesgo de que se les aplique el peso de la justicia con mayor rigor que al delincuente, en el caso de que se le haya causado algún mal, pasando de ser víctima de un delito a delincuente, por tratar de defender lo que era suyo. Cabría la conclusión de que, en el mejor de los supuestos, la propiedad ha sido expropiada sin derecho a indemnización.
El tema de las ocupaciones de inmuebles de propiedad privada —igualmente de plena actualidad— no suele ser tan violento como los asaltos citados, de ahí que los guardianes del orden político caminen dando tumbos y un poco confundidos, calibrando el peso electoral de las medidas a adoptar y no se inclinen por adoptar soluciones efectivas. Por otro lado, se considera progresista que cualquiera se apropie de la vivienda de otro —no la de los propios progresistas, puesto que en ese caso probablemente la situación cambiaría al verse directamente afectados— y, si no le gusta o por simple placer, la destruyan sin consideración y sin consecuencias, por aquello de gozar de la insolvencia propia y la tolerancia de los que mandan. Tal vez porque, aun anida en algunas mentes resentidas aquello de quitar el dinero a los ricos para repartirlo entre los necesitados, a fin de que, como es dinero regalado, se gaste con alegría, mientras el propio se guarda en la hucha. Estamos, una vez más, en que, dado el mal cariz que ha tomado la barra libre para las ocupaciones, ha pasado a ser otro motivo de inseguridad que crece día a día, sin visos de soluciones realistas; más allá de ejercer el propio derecho, con sus consecuencias o emprender acciones legales, cuyo resultado algún día acabará por resolverse por los tribunales. Mientras eso llega a suceder, lo evidente es que, hablando claro, la propiedad ha sido expropiada y solo queda a salvo el derecho al pataleo.
Por último, para no agobiar con otros numerosos supuestos habituales referidos a esta situación de actualidad, no hay que pasar por alto el caso de esos otros okupas, que un día fueron inquilinos de una vivienda y dejaron de pagar la renta—asunto que empieza a desbordar todas las previsiones—. Aprovechando la llamada barra libre para los alquileres —como nueva política social a cargo del ciudadano común que es titular de una propiedad cedida—, los que fueron inquilinos gozan, disfrutan y abusan de bienes ajenos sin pagar un céntimo, por tiempo indefinido —detalle a tener muy en cuenta son los desahucios que se eternizan en los juzgados—, ya que en este caso la legislación suele ser laxa para con los nuevos necesitados, esa minoría creciente que acabará generalizándose, y los mandatarios magnánimos en su aplicación. En la práctica, parece ser que, los que han alcanzado tal consideración de necesitados, tienen derecho a vivir, no solo a cuenta de del paternalismo estatal, sino del arrendador de turno. Los ocupantes morosos, además de que suelen captar ayudas públicas y otras ventajas económicas para disponer de más efectivo para gastar —añadido frecuentemente al llamado dinero en negro—, pueden disfrutar de vivienda gratis, con todas las comodidades, incluidos los servicios anejos a la misma, que se dedican a despilfarrar por tiempo indefinido con cargo al pagano de turno, ante la pasividad de la justicia, expresada en lentitud y más lentitud en los procedimientos. Alegando justificaciones de tales actuaciones, las disposiciones legales en que se amparan invocan argumentos del tipo solidaridad, crisis, inflación, vulnerabilidad, epidemia, guerra, circunstancias que en alguna medida afectan a todos, pero sirven de motivo para conceder privilegios a los más avispados que surgen entre los supuestos desfavorecidos. Por otro lado, la burocracia local aprovecha la situación para asumir más funciones, porque es la que decide por su cuenta a quien otorga el carnet oficial de vulnerable —sin dar voz a la otra parte, que es la realmente perjudicada—, lo que da derecho a vivir a cuenta de los demás y supone quedar protegido de forma vitalicia por el beneficio de insolvencia, que cada día se amplía en dimensiones, a tenor del gran negocio que representa. Otra situación en la que se vuelve a situaciones propias del progresismo, mal entendido, que tiene como consecuencia la expropiación forzosa de la propiedad, en este caso, sin derecho a indemnización y con gravámenes añadidos.
Mientras sucede todo esto y mucho más, pese a los mandatos constitucionales en este llamado Estado de Derecho, la ciudadanía común, la que no goza de ninguna ventaja estatal, asume las cargas de los declarados oficialmente privilegiados, dándose cumplimientos al mandato del desarrollo sostenible de poner fin a la pobreza —en este caso de los más avispados— y garantizar su bienestar. Esto viene a suceder en la época de la igualdad propagandística y el progreso mal entendido, aquí mismo, en vivo y en directo. De manera que el Estado de beneficencia —lo que queda de lo que un día se llamó el Estado del bienestar, para regocijo del capitalismo— ya no asume en exclusiva el bien-vivir de algunas gentes, porque a ello debe colaborar directamente ese ciudadano al que tales abusos le han tocado en suerte, estando obligado a tolerar ser expropiado de sus bienes sin rechistar.