Lo político se relaciona con la capacidad humana para imaginar y construir el futuro. Imaginar o representar el futuro supone asumir la complejidad del mundo fenoménico y su constante exposición a la incertidumbre. Llevado al arte de gobernar, el futuro implica comprender el presente y el pasado, así como la manera en que se condensan las decisiones relativas a los asuntos públicos. Sin embargo, cabe preguntarse lo siguiente: si la realidad adquiere un ritmo vertiginoso y alcanza transformaciones radicales que desestructuran aquello a lo que estuvimos acostumbrados, ¿por qué la praxis política se encuentra desfasada de esas transformaciones y se torna anquilosada?
Las transformaciones se suceden de manera acelerada y el imaginario social se torna incapaz de representar y asimilar el ritmo vertiginoso del cambio social. El panorama se complica con el socavamiento de la memoria y del sentido de la historia, así como con el rapto que experimenta la imaginación y sus contribuciones para concebir el futuro. La confusión epocal conduce a que esa vorágine de cambios no sean percibidos de manera acabada y a extraviar el carácter inédito que les rige. Entonces, si ese devenir es imperceptible, se diluye toda posibilidad de imaginar el futuro y de ejercer a plenitud el arte de gobernar.
El asedio sobre lo político alcanza su más acabada expresión con el dislocamiento del individuo respecto a su comunidad. Si la acción política remite al sentido de lo común y a la construcción de un futuro compartido, la entronización del individualismo hedonista y atomizado termina por asfixiar un destino y una esperanza también compartidas. Esa crisis de expectativas atiza una generalizada insatisfacción respecto a un presente pasajero y rebasado por la amalgama de problemas públicos que sepultan toda posibilidad de comprensión y organización. No solo las sociedades contemporáneas no somos capaces de organizarnos y de alcanzar acuerdos en torno a nuevos pactos sociales, sino que somos incapaces de comprender que las formas de organización social creadas por el propio ser humano representan la mayor amenaza para sí mismo y su devenir. A ello podría abonar el pensamiento complejo como una urgencia en situaciones límite signadas por la catástrofe.
El Estado no es más el garante en la generación de certezas y en la construcción de una mínima estabilidad en las sociedades. Con el fundamentalismo de mercado y la tergiversación de la noción clásica de libertad, fueron socavadas sus funciones y cimientos, hasta ser capturado por la incertidumbre y los intereses creados. La pérdida de mínimas seguridades condujo a un malestar en la política y con la política, en tanto que las instituciones formales experimentan una erosión de su legitimidad. Esta situación difusa conduce al desconcierto y a la violencia en sus múltiples formas, veladas o encubiertas.
Si el maremágnum de acontecimientos abre cada día transformaciones inéditas, entonces las posibilidades de certezas no solo se diluyen, sino que el devenir se torna difícil de anticipar y las mismas identidades se difuminan en medio de crisoles que nos posicionan ante la indefensión tras el azote de las crisis económico/financieras y los acelerados cambios tecnológicos. Todo ello conduce a que las sociedades y los Estados pierdan el control sobre sus propios destinos. Lo único previsible en las sociedades contemporáneas es la perpetuación de las desigualdades, la exclusión y sus consustanciales conflictividades; las cuales, a su vez, se redefinen incesantemente a partir del entrecruzamiento y entrelazamiento de acontecimientos aparentemente inconexos y distantes.
La avalancha de lo inédito y del cambio incesante se desborda cuando los conceptos convencionales para el análisis político se tornan limitados e insuficientes. Soberanía, nación, poder, representatividad, izquierda, derecha, progresismo, conservadurismo, populismo, neo-liberalismo, partido político, democracia, desarrollo, bienestar, justicia, libertad, entre otros, son voces que no logran expresar el sentido de las transformaciones contemporáneas y que fueron ideadas por las narrativas para referirse a la lógica de la sociedad nacional y a un mundo con ideologías aparentemente definidas que no pocas veces remitían a un deber ser. Al malestar en la política y con la política se suma el vaciamiento de la palabra y su rapto por los intereses creados y encubiertos. A la crisis de la praxis política se suma la misma crisis del análisis político. De ahí la relevancia de la resignificación de la palabra y la construcción de nuevas significaciones.
La resignación es otra coraza que se cierne sobre la praxis política. Derivada del social-conformismo, la resignación deambula entre el ciudadano "cruzado de brazos" e indispuesto a la reflexión y la movilización –maniatado en sus posibilidades de ejercer el pensamiento crítico–, y la proclividad a aceptar sin rechistar los rasgos autoritarios de los gobernantes y a tomar partido de los asuntos públicos a través del odio pulsivo y la negación del diferente. El desconcierto y la confusión ante el desconocimiento de su realidad inmediata y la lógica de los acontecimientos mundiales se convierte en el trasfondo de estas proclividades. Es aquí donde las oleadas de (des)información preñadas de prejuicios no necesariamente redundan en el conocimiento de los rasgos complejos de la realidad. Las actitudes proactivas son rebasadas por la postración en el ejercicio de la ciudadanía y por el privilegio de la adaptación pasiva ante un statu quo propio del capitalismo depredador y expoliador, y que las élites políticas y empresariales lo presentan como inevitable y dado de una vez y para siempre. Entonces, sentimiento y emociones como el miedo, el (falso) confort, el placer, los deseos insaciables, el odio, entre otros, eclipsan esa posibilidad de entendimiento, así como el despliegue del pensamiento crítico y el retorno al sentido de comunidad. Incluso los instintos primarios de conservación ante la violencia institucionalizada o las garras del crimen organizado, se imponen como urgencia que aplasta toda posibilidad de acción política organizada, al tiempo que es acelerada la desciudadanización. Las redes sociodigitales no hacen más que exacerbar una aparente apertura sin opción a la crítica constructiva hasta hacer del catastrofismo y la resignación divisas corrientes que condicionan y desvían el comportamiento en la nueva plaza pública. No importa el ejercicio del pensamiento crítico como motor de la praxis política, lo que importa es defenestrar y lapidar al "otro", obviando las posibilidades de construcción activa de un "nosotros" que interpele lo inaceptable de la exclusión y las nuevas desigualdades.
Las emociones pulsivas y el cortoplacismo se imponen como lápidas que sustraen la capacidad para imaginar el futuro. La permanente confrontación facciosa propia de las campañas electorales, se impone sobre la deliberación constructiva y la formación de acuerdos. El electoralismo suplanta toda posibilidad de construcción colectiva de proyectos de nación y, más todavía: el pensamiento anticipatorio brilla por su ausencia al no ser capaces de eludir el cortoplacismo y de prever las múltiples crisis con base en tendencias marcadas y en estrategias anticipatorias. De ahí que la acción política es colonizada por la racionalidad cortoplacista del coste/beneficio propia del mercado.
Ante esa orfandad, los líderes mesiánicos (Donald J. Trump, Javier Milei, Jair Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador, Viktor Orbán, Hugo Chávez, entre otros) encuentran terreno fértil para magnificar sus delirios y hacer del futuro una claudicación a cargo de ellos. Ancladas en un pensamiento residual que privilegia lo nacional y la autarquía, las élites políticas no logran asumir la densa intervinculación e interdependencia de la cual son parte ineludible los territorios locales/nacionales. Los problemas públicos continúan asumiéndose en su matriz nacional o local, cuando se caracterizan por contar con resortes globales que escapan a las potestades de los Estados. De ahí que las crisis no son aisladas ni esporádicas, sino que son recurrentes y suceden como fruto de acontecimientos concatenados, incluso si estos se suscitan a miles de kilómetros de distancia. Las crisis se encadenan unas con otras hasta aparentar un túnel sin fin (pandemia del Covid-19, invasión de Ucrania, invasión de Gaza, etc., solo por mencionar las más recientes). Justo la crisis de la política es lo que conduce a que esas crisis sociohistóricas sean recurrentes y a que se genere esa sensación de vacío y de inevitabilidad para escapar de ellas.
Más todavía: como los problemas sociales contemporáneos se suceden con celeridad y se magnifican con el vértigo de las innovaciones tecnológicas, los márgenes de respuesta de las élites políticas y de los líderes son estrechos para controlarlos, regularlos y construir posibles soluciones. Lo delicado de esta situación radica en que tampoco es viable precipitar los procesos de toma de decisiones y las respuestas políticas ante las múltiples crisis. El meollo del asunto no se resuelve con la mera eficiencia, pues en principio, los problemas públicos y su complejidad ameritan del análisis y estudio meticulosos y de largo aliento para comprender sus causas profundas y las aristas desde las cuales es posible abordarlos en los afanes de contenerlos, solucionarlos o abatirlos. La reflexión meditada no necesariamente marcha a contracorriente de la dinámica frenética e, incluso, leonina de la acción política y del periodismo sensacionalista. Si no se compatibilizan los tres, el margen de incertidumbre será mayúsculo y el futuro tenderá a diluirse en la inmediatez y lo efímero. De ahí la importancia de comprender que las crisis y conflictividades actuales son fruto de las desigualdades y la exclusión social del pasado reciente o lejano.
Ante estos escenarios, la praxis política enfrenta al desafío de no ser más que un paliativo que gestiona los problemas públicos a partir de la racionalidad tecnocrática preocupada por el dato y la medición de la eficiencia económica, sino de engarzar la imaginación creadora, la crítica razonada y el pensamiento utópico para escapar de esa lógica asfixiante que masacra al futuro antes de su génesis y manifestación. Los riesgos de que el homo œconomicus y el homo digitalis sepulten al zoon politikón son latente.