A propósito de las llamadas políticas sociales, cabe distinguir las políticas que podrían entenderse como realmente sociales, es decir, las destinadas a mejorar la sociedad y las condiciones de vida de las personas en general, de otras, así llamadas, dedicadas a privilegiar a grupos escogidos, invocando razones de justicia social, o de muchas más, instrumentadas para insuflar aires de progreso en el panorama social. Estas dos últimas son las más aireadas, en cuanto sirven para atender tanto intereses políticos como otros de naturaleza económica y, en definitiva, no pasan de ser otra cosa que medios para vender mercaderías y votos. La estrategia seguida por las conocidas como políticas sociales, típicas de las sociedades que han venido vendiendo bienestar a sus ciudadanos, no es otra que utilizar el fondo social con fines políticos, por lo que tienen más de políticas que de sociales. Invocar el bienestar de las gentes ha venido siendo el punto de referencia de tales políticas, utilizando la fachada estatal. Hoy el llamado Estado del bienestar de otros tiempos ha sido superado por ese Estado mundial, prefabricado por la globalización, que ha supuesto desmontar los viejos Estados soberanos. Las nuevas políticas sociales van en esta última dirección, para vender utopías al mayor número de personas y mayor negocio para los mercaderes.
Es un hecho que el mercado está obligado a renovarse permanentemente, porque de no hacerlo sufrirá las consecuencias, y en la función de animarlo colabora la política. Las gentes, entregadas a la cultura de la innovación tecnológica imparable, asociada al progreso, han pasado a ser demandantes exigentes, y en la vorágine comercial de estos tiempos no se las puede dejar tiempo para reflexionar. De ahí lo de renovarse para vender más y mejor o, en caso contrario, desaparecer. En cuanto a la política, en su campo, empujada por la misma demanda, obviamente no puede quedarse aparcada, tiene que moverse. Es a esta finalidad a la que, bajo la capa de apariencia con que se cubren, responden en primera instancia las llamadas políticas sociales, que se venden como argumento de bienestar. No obstante, examinadas objetivamente, con ellas no hay una realidad de progreso en la sociedad humana, sino frecuentes desaciertos, reservando el progreso real, en términos de resultados, para las empresas del mercado.
Visto desde el patio de butacas, anunciar un producto comercial de actualidad, como los que sacan a escena las políticas sociales, queda bien, tanto en el plano propagandístico como en el publicitario. Esta es su función real, animar el espectáculo en unas sociedades a las que hay que entretener permanentemente para que no se apague el fuego del mercado. En este plano, la política, aunque no puede ocultar su condición de vehículo de transmisión del poder económico, tiene que dar la impresión, ante el auditorio, de autonomía, de originalidad y sentido de gobierno. La tarea no es sencilla, y el problema pudiera ser que se encuentra con la incapacidad de los colocados allí para interpretar el papel que les ha tocado en suerte desempeñar sin ningún mérito político, aunque con elevadas dosis de eso que se llama echarle cara a la vida. No obstante, tal inconveniente hoy ha quedado resuelto, y la ineptitud política pasa desapercibida acudiendo a legiones de asesores en diversas materias, dedicados a sostener en el poder al designado. Con la intervención de los entendidos, contratados con cargo al bolsillo público, estos iluminados por la ciencia y guiados por las instituciones creadas por el capitalismo, con el propósito de construir un mundo mejor a la medida de los intereses del dinero, aportan ocurrencias, aunque debidamente estudiadas, para que la política cumpla con la misión de entretenimiento social. El resultado final son productos del marketing político, tomados del mercado y para el mercado, que luego se etiquetan como políticas sociales.
Si la sociedad demanda progreso real, y este otro es el método para tratar de alinearse con ella en este punto, el contenido se proyecta como progreso social de paja. Afectadas por el peso de la realidad dominante, las políticas sociales ponen su visor en animar la marcha del mercado, concediendo más protagonismo comercial a los consumidores. Se trata de que nadie se quede fuera del mercado, porque cuantos más estén dentro será mucho mejor. Para ello hay que ampliar la masa consumidora. Basta con inyectar dinero de papel o de plástico a discreción, dar coba a los grandes grupos de alto potencial consumista, que se sienten algo así como apartados del circuito, e imponer eslóganes asociados al bienestar. Los discursos, las leyes y la equidad distributiva son funciones asumidas plenamente por la la burocracia actual, pero prestando cierta atención al proceso, pronto se observa que están orientadas a elevar la participación en el mercado, pero con escasos efectos reales en la sociedad. Ya que sucede que los discursos solamente son palabras que transmiten intenciones; las leyes, se quedan en lo alto del panorama, pero falta demasiado espacio por recorrer para llegar a ras del suelo; las retribuciones en efectivo metálico, tocadas por el efecto papeleo, pasan a ser calderilla para ir tirando. Aunque una parte de las políticas sociales pueden entenderse como medidas de progreso, se quedan por el camino, porque el problema radica en que suele ser un progreso burocratizado en todos sus términos, que está orientado al mercado económico y político.
Por otro lado, se plantea el tema de la idoneidad de una u otra posición política para realizar estas maniobras ilusionantes sobre el papel. En este punto, los que se adjudican la etiqueta progresista parecen ser los más indicados para beneficiar al negocio mercantil, porque suelen mostrarse espléndidos con el dinero ajeno. Si se añade su compromiso ideológico para cumplir con la justicia social o, dicho sea, pan para todos, estos practicantes de la política, le vienen bien al negocio. En el caso de que el barco se hunda y el despilfarro estatal con destino al mercado se haga insoportable, ya habría que pensar en cambiar de signo político para reorganizar las cuentas y continuar con eso que se llama conservadurismo, al menos, por una temporada.
Hay un aspecto de las políticas sociales dedicado a atender necesidades reales que afectan a una mayoría silenciosa creciente, que procura pocos dividendos económicos y políticos, pero que merecería ser digno de más atención, y no lo es porque, dado su corto recorrido publicitario y propagandístico, apenas da bombo a las políticas sociales que se tienen por progresistas. No hay que pasar por alto que fundamentalmente la estrategia de las políticas sociales va dirigida a procurar más alimento al mercado en forma de divisas añadidas, bien en efectivo, en el caso de los menos pudientes, o como expectativa, dando cuerda a los grupos que a menudo se autoexcluyen, al objeto de que se sientan protagonistas del espectáculo y, desde esta posición, para conservar el nuevo papel, consuman mucho más. Al final, todos ellos se lo agradezcan al promotor político que les ha procurado efectivo o presencia. La verdadera justicia social pasa a un segundo plano arrollada por el protagonismo político de titulares. Por tanto, en la estrategia de las políticas sociales, además de atender a los intereses del mercado, prima algo políticamente determinante que es atraer ese voto de los beneficiados y hacerlo cautivo, con lo que han pasado a ser moneda de cambio para inclinar la balanza del lado del mejor vendedor.