Posiblemente sea el precio que debemos pagar ante el experimento inédito de llevar a cabo una revolución pacífica, sin más violencia que la zafra hamponil que cada semana nos ahoga en sangre roja rojita.
En todo caso lo que priva, tanto en la prédica revolucionaria como en la oposicionista (Globovisión y otros enclaves antigubernamentales), es la violencia verbal, agresiva y descomedida en algunos discursos oficiales, socarrona y falaz en ciertos medios privados. Los ciudadanos, en especial los televidentes, reciben opciones contrapuestas frente a las cuales o son víctimas o son victimarios. Ser o permanecer independiente es poco menos que un delito de lesa patria.
El que no esté con Chávez está contra él, así de sencillo; no se aceptan simpatizantes sino prosélitos radicales. Por desgracia las actitudes intemperantes se hacen hábitos cotidianos, desvirtuando el legado de los próceres que inspiraron el proceso.
Tomemos el caso de nuestro Libertador. De él se ha dicho que solía ser temperamental o caprichoso; aún así sería difícil imaginar a Simón Bolívar cubriendo de insultos a sus adversarios. Resultaría impensable atribuirle expresiones poco caballerosas, denostando o descalificando a sus enemigos, frente a los cuales se esmeraba en actuar con la cortesía de estilo.
Desde luego guerra es guerra, como decía la protagonista de un conocido chiste.
No se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos ni implantar una revolución sin cometer una que otra arbitrariedad.
Lo curioso es que el Gobierno se muestra magnánimo cuando debiera arrecharse y, al contrario, se arrecha cuando pudiera ser tolerante.
Así ocurrió tras el golpe de Estado y durante un buen trecho, en tanto que ahora las amenazas intempestivas son habituales.
Gústeles o no, los partidos progresistas deben disolverse para darle paso al Psuv. Carnicerías y mataderos, supermercados y abastos, clínicas y bancos serán estatizados si no entran por el aro. Al que no le guste el socialismo que agarre sus macundales.
Por lo visto no basta con el imperialismo. La revolución insulta y amenaza enemigos por doquier, aunque a la postre todo sea simple malcriadez.
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