Otra vez Egipto

El mundo árabe se halla de nuevo en revolución y enfrentando enemigos imperiales. La revolución tunecina está generando ramalazos sobre sus vecinos mediterráneos Argelia, Marruecos y Libia, con sacudones sísmicos en Yemen, Jordania, Bahrein y otros de barbas en remojo, amén de un terremoto en el país más importante de la zona, el Egipto legendario, al cual me referiré.

Éste, tres mil años de existencia independiente bajo los faraones, es decir, el pueblo aherrojado, levantado sobre la esclavitud, pero dueño de su “tiranía doméstica” y capaz de engendrar una de las edificaciones culturales más trascendentes ocurridas en la historia, comenzó a padecer durante un lapso de casi igual dimensión la agresión de los poderes extranjeros sedientos de territorios, riquezas y fuerza de trabajo humano ajenos.

La expresión cultural se dice pronto: entre los primeros en creación de escritura (jeroglíficos), medicina, matemáticas (el cero y la numeración arábiga), filosofía, literatura y otros logros del pensamiento, escultura (también bajo saqueo y hoy en reclamos de Nefertiti y otras maravillas), pintura, instrumentos musicales y arquitectura (las pirámides, la esfinge, los templos), su presencia en el mundo, sin absolver la monstruosidad del esclavismo, constituye un orgullo del género humano, mientras la agresión de quienes eran hordas cuando Egipto esplendía, es una vergüenza que compone buena parte del tamaño de la estulticia y criminalidad que el egoísmo y la avaricia han acumulado desde la división de la sociedad en clases.

La última dinastía faraónica llega hasta el año 525 a. de J. C. (-525), con la invasión de los persas. Prosiguen: la ocupación macedonia de Alejandro, llamado “el Grande” (-332); la de la Roma imperial (-30), signada por el triángulo famoso de César, Marco Antonio y Cleopatra; la de los árabes (siglo VII), que transforma el viejo Egipto y lo subsume con nueva religión y nuevo idioma; la otomana o turca (siglo XVI); la napoleónica, de efímeros tres años (1798-1801), y la de los ingleses, que ocuparon el valle del Nilo en 1882 y después de la 1ª. guerra mundial se apoderaron del país y lo declararon “protectorado”, hasta que una rebelión nacionalista (1921-1922) los obligó a salir, aunque su influencia sobre la monarquía y la casta oligárquica les permitió llegar a tomar control del Canal de Suez, junto con los franceses, y ejercer predominio imperial sobre la vida económica y política.

Faruk I, rey a la sazón, y su caduco régimen monárquico, fueron derrocados en julio de 1952, en medio de intensas luchas sociales, por los militares patriotas del Comité de Oficiales Libres, encabezado por Gamal Abdel Nasser. Asumió el gral. Mohamed Neguib, sustituido en noviembre de 1953 por el líder del movimiento.

Nasser dio un vuelco transformador profundo que lo convirtió en el más importante personaje de la historia moderna de Egipto y el dirigente árabe de mayor influencia, desarrollando lo que denominó “las dos revoluciones simultáneas: la política y la social”, un programa de liberación nacional con proyección socialista, el “socialismo árabe”, que se apoyó en la parte más progresista de la sociedad y no vaciló en aceptar la ayuda de la URSS cuando la juzgó necesaria (el capítulo 6 de su Carta de acción nacional se titula “De la inevitabilidad de la solución socialista”).

Los puntos miliares de la acción nasserista, que le dieron resonancia mundial, pueden sintetizarse así: En lo interno: liberación de prisioneros, legalización de partidos de izquierda y sindicatos, planificación, organización y fomento de la economía con sentido social. En lo externo: 1954, acuerdo de retirada de las tropas inglesas del Canal de Suez; 1955, Conferencia de Bandung, Indonesia: fundación, con Nehru, Tito y Sukarno (India, Yugoslavia e Indonesia), de “los no alineados”, movimiento de neutralismo activo para apoyar los desarrollos progresistas y luchar contra la amenaza de guerra; 1956 (26 de julio): nacionalización del Canal de Suez y derrota, al calor de una advertencia soviética a los imperialistas, de la invasión de respuesta anglo-franco-israelí; 1958, fundación de la República Árabe Unida, con Siria y Yemen (retirados éstos en 1961); 1960-1970, construcción de la gran represa de Assuan, con ayuda financiera y técnica de la URSS.

Nasser muere en 1970, y sus sucesores, Anwar al Sadat y Hosni Mubarack, revierten el proceso y convierten a Egipto en neocolonia del imperio yanqui.

La actual revolución egipcia –y la que hierve en otros países de la zona– no es, por supuesto, una simple réplica de la tunecina (cuyo mérito es el de haber indicado una vía), sino una expresión de sus luchas internas prolongadas, libradas desde las catacumbas y los resquicios legales, y en cuyo triunfo inicial, la deposición del tirano –como en los que seguirán conquistando–, es factor clave la presencia de los obreros en combate, que la “gran prensa” mediatizadora “desconoce”. Ellos se declararon en huelga indefinida en numerosas empresas, ocuparon otras y las autogestionan, fundaron la Federación Egipcia de Sindicatos Independientes para enfrentar al aparato sindicalero progubernamental y plantean un programa de tinte nasserista, más la convocatoria a una Asamblea Constituyente.

Washington, con la contribución de europeos y sionistas, está ayudando, mistress Clinton dixit, “a que los egipcios tengan un futuro acorde con sus expectativas”. Mubarack se fue, mas el aparato quedó intacto: técnicamente un golpe de estado. Están ofreciendo caramelos y “reforma constitucional” desde arriba y harán todo por birlar la victoria del pueblo, como en tantas ocasiones en tantas partes. Pero la Fuerza Armada no es uniforme y las multitudes conocen ya su poderío: el genio parece haberse salido de la botella para que el país de los faraones venga otra vez a marcar su presencia en el mundo.

freddyjmelo@yahoo.es


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Freddy J. Melo


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