Nunca la peligrosidad de la fiera herida ha sido tan evidente como en los tiempos que corren, y está tocando a Libia, ribereña del que fuera “mare nostrum” de otros arrogantes depredadores convertidos en cenizas, recibir los más recientes zarpazos y ver despedazados sus derechos y soberanía por la acción sin control de la fuerza aterrorizada.
Como escribí alguna vez, la Carta de las Naciones Unidas (obviemos la triste impotencia de esa institución mediatizada) y los demás instrumentos que conforman el entramado jurídico internacional, postulan que todos los países, indistintamente de su tamaño o poderío, son pares en dignidad y poseen atributos iguales para darse el sistema de gobierno que cada pueblo desee y contar con la intangibilidad de su espacio geográfico y el respeto a su lengua, tradición y cultura. Es ése el reconocimiento de la soberanía de las naciones, que se abroquela en los principios de autodeterminación y no intervención; es ésa la consagración en términos nacionales del celebrado apotegma según el cual el derecho de cada uno llega hasta donde comienza el de los otros, y de la sentencia del gran Benito Juárez relativa a que “el respeto al derecho ajeno es la paz”.
La soberanía (definida por la doctrina como “la autoridad suprema del poder público”) no se discute, se defiende con todo –palabra de Sandino–, y defenderla es una atribución y un deber de todo ciudadano bien nacido.
Mas ya sabemos cómo esa soberanía nunca dejó de estar bajo la espada de Damocles de los imperios, sólo que las agresiones de éstos para despojar de sus riquezas y muchas veces de sus territorios a los países débiles, se vistieron siempre de nobles principios. Ahora ya ni eso. Bajo el reino del imperio único rodeado de subimperios obsecuentes, el ejercicio de mentira, cinismo e hipocresía preludiando genocidio y crueldad ilimitados, carece de tapaderas para acompañar las acciones de rapiña y bandidaje (ponga usted las expresiones de miseria moral que se le ocurran, de todos modos se quedará corto). Irak y Afganistán estrenaron la modalidad, con lo de las “armas de destrucción masiva”, que se sabía inexistentes y se sabía que el mundo lo sabía. ¡Pero con Libia! El Consejo de Seguridad, parapeto de la dictadura mundial, autoriza bombardear a discreción para salvar a los civiles. No hay más allá en desvergüenza.
(Nota: la arremetida iba igual, con autorización o sin ella, porque se trata de recomponer y afianzar la hegemonía sobre toda la zona: ¿no habrá que considerar esto a la hora de enjuiciar el no uso del veto por parte de Rusia y de China?).
Quienes dicen que el petróleo no es el móvil, tienen razón en parte pese a su intención encubridora: también hay un subyacente mar de agua dulce, con ñapa de millardos en divisas y muchas barras de oro en el Banco Central; y encima, los EE.UU. quieren revertir la proporción distributiva del aceite libio, que hoy favorece a Europa y aun a China, y de ahí la extremada “diligencia” precautoria europea.
Pero el principal acicate del imperio –como lo señala el analista paquistaní Lal Kahn–, en este caso y en los que puedan venir, es el miedo, el terror de los cazadores y supremos aplicadores de terrorismo ante sus descubiertas debilidades: la crisis del capitalismo estadounidense, que “ha provocado caos político y destruido la confianza de los gobernantes norteamericanos”, con enorme desempleo, 35% bajo el nivel de pobreza, aumento de la criminalidad y otros signos. La “guerra contra el terrorismo” está programada “para asustar a la clase obrera (y a los pueblos en general, acoto) y culpar a la amenaza terrorista de la crisis”.
Además, “no hay una sola región del planeta que no esté sumida en una crisis social, económica o política”. Y añado: uno, la superespecialización usense en la producción armamentista ha menoscabado su antes casi inagotable capacidad manufacturera de bienes útiles (junto a muchos inútiles); dos, el imperialismo está hoy desnudo ante los pueblos. Condenado.
La agresión a Libia, la mayoría de cuyo pueblo resiste, ¿terminará en un holocausto? Sea lo que fuere, su muestra de horror y cobardía está teniendo el efecto de reivindicar a Gaddafi. Representa él en estos momentos el honor, la unidad nacional y la soberanía de su patria. Si se mantiene, habrá vuelto.
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