En medio de universal expectativa, Palestina, reconocida como Estado por la casi totalidad de los pueblos y apoyada en su derecho por la mayoría de los gobiernos, ha demandado en la ONU el asiento que legítimamente le corresponde. Su solicitud ha tenido el desenlace sabido y resabido de ser enviada al inefable Consejo de Seguridad, donde la espera el veto imperialista. Mas el mundo pudo contemplar el contrapunto entre el puñado de verdades del presidente de la ANP (evidentes, aunque la acción no es compartida por Hamas) y el amasijo de cinismo del neoführer israelí. Y ello ha producido un resultado bueno para avanzar en la lucha: la máscara caída y el desprestigio completo de la coyunda Washington–Tel Aviv.
El momento es propicio para enfrentar a nuevos lectores con esta increíble situación de injusticia a la enésima, por lo que me atreveré a reproducir párrafos de algunos artículos que he dedicado al tema, presentando debidas excusas a quienes los hayan leído. Suenan como si hubieran sido escritos hoy.
Los sionistas de Israel, que en acto sin igual en la historia, de entrega psicológica al enemigo, asumieron el nazismo, arrojan su descarga letal contra el acosado pueblo de Palestina casi las veinticuatro horas de casi cada día de todos los años de un conflicto creado por imposición y abuso de fuerza, basados en el apoyo imperialista, la complicidad de los subimperios y el miedo de buena parte del mundo, que no se atreve a la protesta.
Europa recela porque hace alrededor de setenta años los nazis asesinaron a millones de judíos –y también de soviéticos de entonces y de muchos otros pueblos, creencias y religiones que no se “victimizaron” a sí mismos– y tiene complejo de culpa. Los demás temen que se les acuse de antisemitas. Y el imperio yanqui utiliza a esa especie de minirréplica superarmada como su perro de presa en el Medio Oriente, y es a su vez utilizado por el sionismo, ligado a la quintaesencia del poder imperial, para su propósito de fondo.
Los sionistas quieren para sí el territorio palestino completo –la mayoría de sus líderes lo han proclamado– y desencadenan su transfiguración nazi con ese fin. Se han apropiado de más de tres cuartos del país y confinado a los habitantes en áreas separadas, casi ghettos. A diario, invaden predios para construir viviendas, hostigan a los pobladores, golpean, hieren y matan. Ejercen bloqueo económico. Apoderados del espacio marítimo, actúan como piratas y asesinan, caso Flotilla de la Libertad.
Otro: Por un soldado capturado en acción de guerra, tras reiteradas provocaciones, lanzaron su maquinaria destructiva contra el pueblo de Gaza, siempre pretendiendo que éste no se defienda y acepte la muerte pasivamente, como los judíos de ayer frente a los nazis. No se perdonan a sí mismos esa debilidad o impotencia histórica y se la pretenden endosar a la población que desean destruir y despojar, usando su inmensa superioridad material alimentada por los yanquis y su cieno espiritual de odio, racismo e inhumanidad.
Otro: Lanzados contra el Líbano como respuesta a la captura de unos soldados provocadores por Hizbolá, la desproporción de la violencia empleada, la indiferencia ante la muerte de inocentes civiles, el nivel de racismo, la declaración del primer ministro de que “no habrá piedad”, las niñas inscribiendo “mensajes” sobre cabezas de misiles, son manifestaciones capaces de pasmar y suscitar asombro, aun cuando seamos contemporáneos de George Bush y de Barack Obama –diferenciado éste de aquél sólo por el pellejo y la hipocresía– y contemplemos el atroz renacer de hechos como los que simbolizaron las esvásticas.
La indignación con que los gobiernos decentes –entre ellos el nuestro con la palabra señera del presidente Chávez– y casi todos los pueblos reaccionaron frente a esa escalada genocida del Estado israelí, indica una ascendente toma de conciencia en torno a uno de los problemas de nuestro tiempo que comprometen más la condición humana. La vesania asesina, inconmovible ante el clamor generalizado, prosiguió día a día atacando a una población inerme o forzosamente mal armada. Pero la condena fue planetaria y la entente sionista-imperialista ha tenido cada vez mayores dificultades, pese a la impotencia celestinesca de la ONU (frente a ese crimen, que añadió a todos los demás atributos perversos el de la piratería, no supo qué diablos había pasado y adoptó la disposición de “investigar”, batiendo cualquier récord de caradurismo) y la consiguiente inefectividad del derecho internacional ante los poderosos. Washington, que lo viola todo, tal vez confrontó una situación de hecho cumplido, pero estuvo dispuesto a no pasar de “lamentarla” y seguir cabroneando a su perro de presa.
El sionismo es en realidad expresión de la extrema derecha judía ultrarreaccionaria y proimperialista, pero aprovechando la actitud cómplice y temerosa arriba indicada, ha conseguido imponer una visión unívoca, la de que une en sí religión, nacionalidad, política y Estado de Israel. Algo como eso ha sido desiderátum de todos los fascismos y es lo que explica el grado de intolerancia, insensibilidad ante la muerte, rechazo a todo derecho ajeno y colocación del interés propio sobre cualquier consideración moral o ética. Esa mistificación debe ser despejada: una cosa es el pueblo, en este caso el judío, y otra el poder dominante erigido en su seno, tal como ocurre en todas las demás sociedades de clases.
Los descendientes del martirio de los campos de concentración y las cámaras de gas, transfigurados en su versión sionista como neonazis, se proponen, repito, hacer suyo completo el territorio que la ONU, contra todo derecho pues no era su propiedad, les concedió parcialmente en 1947 y el sionismo asumió como “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”: el colmo del racismo, los palestinos no son pueblo, no existen, aunque habitan allí desde tiempos inmemoriales.
Los gobiernos israelíes, alternativamente manejados por “extremistas” o “moderados” que cocinan sobre el mismo fogón, han conseguido llevar adelante su política, arrancando tajos territoriales (entre ellos el que contiene a Belén, población estimada como lugar natal de Jesucristo); acosando a unos enemigos que nada les hicieron y con quienes antes de la 2GM habían tenido relaciones normales; ganando, mediante el control casi absoluto de los medios de difusión internos, la complicidad mayoritaria de sus propios ciudadanos; contando con el apoyo material, político y comunicacional del imperialismo yanqui; aprovechando el complejo de culpa de los europeos por los pogromos históricos y la pasividad ante el genocidio hitleriano, lo cual infunde a éstos el temor de ser tildados de antisemitas (sin parar mientes en que los árabes también son semitas y muchos sionistas no lo son) y, basados en esos antecedentes, sintiéndose autorizados, en calidad de víctimas de siempre, para toda clase de crímenes y fechorías.
Es lo que Norman G. Finkelstein, hijo de sobrevivientes de Auschwitz y Majdanek, profesor universitario en Chicago, caracteriza así en su obra La industria del Holocausto: “El Holocausto ha demostrado ser un arma ideológica indispensable. Su despliegue ha permitido que una de las potencias militares más temibles del mundo, con un espantoso historial en el campo de los derechos humanos, se haya convertido a sí misma en Estado ‘víctima’, y que el grupo étnico más poderoso de los EE.UU. también haya adquirido el estatus de víctima. Esta engañosa victimización produce considerables dividendos; en concreto, la inmunidad a la crítica, aun cuando esté más que justificada”.
La única salida a esta tragedia es la aceptación de la existencia y convivencia de las dos colectividades en un Estado binacional, solución de máxima profundidad histórica, postulada nada menos que por Albert Einstein, o en su defecto, como se plantea hoy, en dos Estados respetuosos del derecho internacional. Porque ambos pueblos tienen derecho a la vida, a la soberanía y a la autodeterminación y ello sólo es posible coexistiendo pacíficamente y respetando el interés, los atributos y la dignidad de cada quien. Pero cada vez que hay algún acercamiento en esa dirección, el sionismo se las arregla para torpedearlo. No admite ninguna forma de autodeterminación palestina y por eso niega a Hamas el derecho a gobernar obtenido en elecciones. Lo provoca hasta lograr de éste una respuesta desesperada. Entonces agrede con toda su capacidad de terrorismo estatal, pero lo hace en condición de víctima, pues el terrorista es el otro.
Como dijo el escritor y filósofo Yeshayahu Leibowith, “Israel ha dejado de ser un Estado del pueblo judío y se ha convertido en un aparato de gobierno coercitivo de los judíos sobre otro pueblo (…) No es actualmente una democracia ni un Estado que respete la ley”. Y Yitzhak Laor, poeta y novelista: “Los niños palestinos viven en el miedo y la desesperación (…) La sociedad palestina está desintegrándose, y la opinión pública en Occidente culpa a las víctimas, siempre la manera más fácil de enfrentar el horror. Lo sé: mi padre era un judío alemán”.
La palabra de Einstein: “Nunca he estado a favor de la creación de un Estado judío en Palestina, sino de un Estado binacional (…) Palestina posee espacio suficiente para que judíos y árabes vivan juntos en paz y armonía, compartiendo un país común”.
He citado cuatro personalidades judías, lo que indica que en el fondo de ese pueblo hay una reserva moral en lucha por la racionalidad y la decencia. Muchos otros, incluyendo exmilitares que han reaccionado con dignidad, están en esa brecha. Y ahora mismo es probable la presencia, como en ocasiones anteriores, de manifestantes protestando en las calles de Tel Aviv, ocultos bajo la censura. Todos ellos claman por “una sociedad libre del militarismo, la opresión y la explotación de otros pueblos”.
Junto a la irreductible combatividad de los palestinos, esas voces componen la materia prima de la esperanza y de la paz, cuyo camino único es el de la justicia, como según la escritura bíblica dejó dicho para todos los tiempos el presumiblemente nacido en Belén.
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