Que me corten los dedos. La justicia como espectáculo

Tradicionalmente, el castigo ha tenido como objetivo escarmentar al transgresor a quien se aplica dicho castigo, además de desalentar a futuros infractores. Ese intento de desanimar a quienes aún no han delinquido es la razón por la cual, a través de la historia, la aplicación de las sentencias promulgadas por la justicia humana ha venido siempre aparejada con una teatralidad capaz de atraer a grandes masas que, en tiempos desprovistos de televisión, solían estar muy pero muy aburridas.

No es, pues, casual que la crucifixión de Cristo se pareciese a lo que dramaturgos y directores contemporáneos llaman teatro de calle: un espectáculo de largo aliento, con cambio recurrente de locaciones y con la participación espontánea del público, todo encaminado hacia el grand finale.

El Imperio Romano, por su parte, con su política de pan y circo, concentró las ejecuciones en un solo lugar. De ese modo los emperadores solo tenían que desplazarse hasta el palco VIP desde el cual contemplaban, con la placidez del caso, a los leones que devoraban su correspondiente ración de cristianos.

Desde esos tiempos aciagos, los maltratados cristianos se hicieron el propósito de sacarse esos clavos, literalmente hablando, y en cuanto tuvieron oportunidad organizaron los magnificentes espectáculos que, durante la Edad Media y el Renacimiento, fueron conocidos como autos de fe. Allí, en presencia del pueblo bajo, y a veces con la entusiasta asistencia de los propios reyes, los inquisidores se dedicaban a la altruista tarea de calentar a la friolenta multitud encendiendo hogueras que alimentaban con herejes y brujas.

En nuestro tiempo no es mucho lo que hemos cambiado, pues si de vez en cuando, cosa rara, hay alguna reserva, de parte de un gobierno, a la hora de hacer rodar una cabeza, nunca falta una cámara que dé al traste con la supuesta discreción y se encargue de que millones de personas vean en detalle lo que se suponía habría de suceder en el mayor recato.

A nadie debe extrañar entonces que los iraníes lancen, con la publicidad del caso, un novedoso adelanto tecnológico: una máquina de última generación para cercenar los dedos de ladrones y demás miembros del bajo mundo. Para que no quede duda de la eficiencia de tal maquina, han hecho una demostración en diferido por medio de una serie de fotos en las que se ve a tres dedicados servidores públicos afanados en la ejecución de la sentencia, recaída sobre un ladrón y violador.

¿Sorpresa? Ninguna. Al fin y al cabo en los últimos tiempos hemos visto la guerra en vivo y en directo, a las bombas caer en tiempo real sobre sus víctimas, a un helicóptero artillado ametrallar a indefensos civiles. Y por si todo eso fuera poco, aún se puede añadir la imagen de la soldadita enanoide norteamericana que en Abu Ghraib pastoreaba a los presos como si fuesen perros.

Si no resulta un burdo montaje de los medios interesados en desacreditar a ese país, no faltará quien quiera abordar el asunto de Irán alegando su particularidad cultural. Por mi parte prefiero pensar que se trata simplemente de un hecho patético, tan patético como hacer chicharrón de un ser humano en una silla eléctrica.

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Cósimo Mandrillo


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