Como si fuera un cuento emergido de los manglares de Macondo, las negociaciones en La Habana entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos, entraron en una ciénaga resbalosa de donde nadie sabe si saldrán con cien años de paz, o si estos serán como han sido, otra época de una extraña guerra en la que nadie sale vencido ni nadie sale triunfante, pero cada tanto arroja genocidios, migraciones y matanzas reiteradas de gente humilde, como si se tratara de una estirpe condenada a 100 años o más de soledad.
Con una pistola en la cabeza
El pasado 29 de julio, el Directorio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, una de las dos partes en la Mesa de Negociaciones que se reúne en la Habana, con patrocinio de Noruega y Venezuela, lanzó “Diez propuestas mínimas de Garantías plenas para el ejercicio de la oposición política y social y del derecho a ser gobierno” (Delegación de paz de las FARC-EP. La Habana, Cuba, sede de los diálogos de paz, julio 29 de 2013)
Traducido a términos de la vida cotidiana, las FARC reclaman el derecho político a constituirse y actuar como un partido más con todas las opciones institucionales, incluso la de ser gobierno.
Apenas habían pasado 24 horas, sólo 24 horas, y un Tribunal provincial emitió un fallo judicial condenando a toda la dirección nacional del movimiento insurgente a 40 años años de prisión. 40 años de prisión para personas que superan todos los 50 es lo más parecido a una cadena perpetua con un extraño tiempo determinado. “El Tribunal Superior de Villavicencio dejó en firme la condena de 40 años de prisión contra los integrantes de la cúpula de las Farc por la explosión de un hotel en el municipio de Puerto Rico (Meta), en hechos registrados el 20 de febrero de 2005.” (NODAL/El Espectador).
Más de ocho años después del suceso en Villavicencio, bastaron 24 aceleradas horas de acción judicial, para que la intención de las FARC de institucionalizarse dentro de la vida política colombiana, fuera cerrada con un portazo que se sintió en las capitales de los países que participan de las negociaciones.
Así es la burguesía colombiana. Si no era ese expediente, hubiera sido otro, cualquiera que tuviera rango jurídico para emitir una sentencia de ese calibre político. La sentencia incluye a muertos como el Mono Jojoy y Alfonso Cano.
La máscara jurídica del gobierno no les niega el “derecho” a ser partido político, pero la otra, la que manda, les pone una condición: lo podrán formar sólo cuando salgan de la cárcel con más de 90 años a cuestas.
En exacta sintonía con el fallo judicial del 30 de julio, el presidente de esa nación, Juan Manuel Santos, tiró la siguiente bomba incendiaria sobre la mesa de negociaciones de La Habana: “Refiriéndose a una huelga de mineros artesanales que se suma al grave conflicto campesino que se desenvuelve en la región de Catatumbo, dijo: “Los ilegales están usando de escudo a los legales.” (semanario Liberación, Malmo, 2 de agosto)
Esta es una de las característica más constante de la clase dominante colombiana desde la Guerra de los Mil Días, a finales del siglo XIX: el poder no se negocia, ni siquiera cuando una entidad como las FARC se quiere acomodar para sobrevivir. Y ese poder está concentrado en la propiedad de la tierra, en la banca, el comercio exportador y en el narcotráfico y las relaciones dependientes de Estados Unidos.
Según el investigador de la Universidad Autónoma de México, Raúl Benítez Manuat, desde la integración de las guerrillas venezolanas a la vida institucional, en 1967, el mundo conoció 11 negociaciones “de paz” entre movimientos insurgentes y gobiernos de distinto tipo. África y América latina registran 7, Asia 2 y Europa 2. El Alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, afirmó este domingo a Miradas al Sur, que durante el siglo XX hubo en Colombia, por lo menos 68 procesos de negociaciones de paz entre los gobiernos liberales y conservadores y las distintas guerrillas del país.
Manuar no advierte un dato cualitativo. El resultado, en casi todos los casos, fue de adaptación política, y en algunos casos de capitulación completa, a las normas del sistema que antes combatían.
Es que la mayoría de los movimientos guerrilleros no supieron resolver la inevitable contradicción entre el desgaste cuando pasa el tiempo y no se triunfa, y su conversión a la vida legal si ser usados por sus enemigos. De lo primero no son responsables, de lo segundo si.
Esta mecánica social se aplica también en un sindicato o en una personalidad relevante. Lo que no se renueva, se pudre o retrocede. O sea, pactar una retirada en orden no es el problema siempre que los insurgentes no terminen sirviendo a sus enemigos.
Las peores muestras de esta historia de tránsito mal resuelto a la legalidad, se vivieron en Guatemala, El Salvador, Sudáfrica e Irlanda. Es posible que el tozudo guerrerismo de la clase dominante de Colombia nos ahorre la duda sobre el próximo capítulo de esta historia de adaptaciones. Nadie puede asegurar que las FARC puedan o quieran capitular, pero en su estado actual hay indicios de condiciones para esa posibilidad ya registrada en casi todos los casos de la historia reciente.
Santos no quiere
Al contrario de la leyenda negra difundida, los movimientos guerrilleros colombianos casi siempre han buscado espacios de participación política para vincularse a las instituciones. El M-19 lo logró con el alto precio de haber sido cooptado casi todo al servicio del Estado que combatieron con las armas.
Otros procesos de negociación y varios acuerdos suscritos demuestran esa vocación democrática informada por Petro, contraria al guerrerismo permanente de los gobiernos colombianos. Un pacto fue el de La Uribe en 1984; el otro se llevó adelante en San Vicente del Caguán en 1998-2001. La formación de la coalición electoral llamada Unión Patriótica (UP), a mediados de la década de los 80 fue producto de esa búsqueda. El resultado fue el asesinato de más de 3 mil cuadros de la UP y el ELN en pocas semanas. Buena parte de ellos era candidatos electorales a alguna institución.
No es necesario sentirse tentado al pesimismo político o periodístico, para entender que lo que estamos viendo en Colombia es cada vez más incierto, mientras no cambien bruscamente las condiciones sociales y políticas actuales. Ni el gobierno de Santos negociará nada de su poder centenario, ni las guerrillas pueden retroceder más de lo que han retrocedido para abrir un camino a la convivencia legal bajo otras formas.
Aunque el dilema es para ambos, el tiempo actúa contra los movimientos insurgentes, cuyo desgaste se profundizará como la de todo organismo vivo que no logra cumplir su cometido.
“Es evidente el agotamiento social de la estrategia armada para la toma del poder en Colombia”, sostiene el psicólogo social colombiano, especializado en el tema, Nicolás Herrera. Es cierto. Basta ver su actual grado deslegitimación, luego de haber sido una de las pocas guerrillas latinoamericanas con raíces sociales profundas.
Cinco décadas de lucha armada, sin triunfar en la guerra, aunque no hayan sido vencidas totalmente, “produjo un agotamiento social con sus expresiones de cansancio, estrés, dislocaciones y desmoralización”, señala para este artículo.
En el caso de las FARC, esto se expresó en la masiva deserción de cuadros y combatientes durante los últimos años, en la cooptación de otros por el Estado, incluso el extremo moral de las traiciones internas, como las que condujeron a varios asesinatos, el más conocido el del Mono Jojoy. Herrera acota una frase adecuada: “Es una suerte de alacrán que se entierra su propio aguijón”.
Una democracia militarizada
Ni los últimos 14 gobiernos de ese país en más de 60 años, con masacre tras masacre, pudieron estabilizar un estado de control social suficiente para explotar y gobernar sin espasmos de reacciones sociales, sindicales, estudiantiles y guerrillas.
Pero tampoco los movimientos insurgentes, que desde hace medio siglo militan para derrotar a ese régimen de democracia militarizada y buscar una salida progresiva a la crisis nacional, lograron darle vuelta a la realidad política, ni por las buena ni por las malas.
En ese contexto de cierre gubernamental y con esa dinámica de agotamiento de las guerrillas y de las negociaciones, bajo un régimen altamente concentrado y represivo, tiene explicación racional que la mesa esté casi quebrada en La Habana, a pesar de las ilusiones despertadas.
Nicolás Herrera sostiene con razón que “La burguesía colombiana ha demostrado con creces que no está interesada en ceder un ápice en materia de participación política, que no sea aquello que esté estrictamente bajo su control. Para lograr su objetivo ha acudido no sólo a artilugios retóricos en el campo jurídico sino a una aceitada, sostenida y variopinta estrategia de boicot, silenciamiento y exterminio de la oposición política, propia del modelo de Terrorismo de Estado”.
Sin embargo, las instituciones del sistema mundial de Estado no se atreven a condenar ese terrorismo gubernamental, por el solo dato de que no se trata de una dictadura militar tradicional, como si las guerras de Estados Unidos, la ONU y la OTAN, después de la II Guerra Mundial, las hubieran hecho Hitler y el Mikado japonés, y no regímenes parlamentarios o democráticos como los de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, España, Noruega y otros.
Herrera hace un resumen del tipo específico de terrorismo de Estado del sistema político colombiano. “Incluye entre otras acciones, asesinatos selectivos y magnicidios, recordemos que cuatro candidatos presidenciales fueron asesinados en las elecciones de 1990, pero tres eran de izquierda”.
Nadie quiere recordar el genocidio que ha dejado centenas de miles de muertos campesinos, sindicalistas, jóvenes e indígenas, pero sobre todo contra las organizaciones que agrupan a luchadores políticos y sociales. “El más célebre, agrega, fue el caso de la Unión Patriótica, que incluyó a los movimientos A Luchar, Frente Popular y a los desmovilizados del M-19 y del EPL. Pero una suma de intimidaciones, desapariciones forzadas, masacres selectivas y amenazas sistemáticas a opositores, han generado situaciones de exilios físicos y simbólicos”.
De esto que denuncia Herrera, no teníamos noticia desde las feroces dictaduras del cono sur y Centroamérica. Es la aplicación del modelo francés en la Argelia revolucionada de los años 50 del siglo XX.
Eso lleva a Herrera a sostener que hemos estado en presencia en Colombia, de una estrategia que acudió al método de guerra contrarevolucionaria, que no se limitó a los movimientos guerrilleros: “golpeó a toda la oposición política al régimen en general”.
Eso explica, por ejemplo, que no exista en Colombia una sola institución democrática o personalidad opositora de la izquierda, incluso entre la más moderada, que se haya salvado del sistema represivo estatal.
Este dilema histórico de las guerrillas colombianas, se mantendrá mientras la rebeldía popular masiva no se ponga en marcha, como en Venezuela, Bolivia o Ecuador, y sirva de base a nuevas organizaciones, armadas o no, para darle vuelta a la historia de un enfrentamiento, en el que ninguna de las partes tiene la capacidad de imponerse definitivamente.