Estuve de paso por la costa de la Baja Normandía, en Arromanche, donde en 1944 desembarcaron los Aliados para ocupar la Francia tomada por Hitler. Son incontables las narraciones que indican la ruta, maniobras y hasta los sarcasmos del suceso bélico: historias sanguinarias, calculadas militarmente. La realidad superó la ficción de varias películas existentes. Y es que cuando la vida se convierte en una nostalgia perpetua, dolorosamente solidificada a la memoria colectiva, a su forma de andar entre turistas, baratijas y gente mortalmente caída; en una forma fatigosa de respirar el aire marino y mirar al Otro -no al que vende leche, camembert y Calvados, sino al Otro, ese que soy Yo, que vine de muy lejos a comprar un tique para entrar al paisaje desolado; el turista que somos cuando nos anclamos con la mirada en ese mar adentro por donde se jugaron la vida unos locos contra otros locos y sólo vemos la niebla espesa y unas sombras deformes de buques achicharrados y nos dicen que fueron concebidos por Hitler para disimular la defensiva, nuestra imaginación busca lugar en el presente, en Siria, Pakistán, Libia, porque esas mismas fuerzas bélicas, que con mayor o menor estatus en el mundo de los negocios armamentistas, como es el caso de la Francia de Hollande o de la España de Rajoy, hoy rozan el paroxismo por una nueva guerra que acabaría con más de la mitad del mundo en un santiamén.
Existe un Museo en Arromanche donde el turista ve lo que pasó, cómo pasó. Por poco no está un cartelito de Churchill, un extracto de su discurso que anuncie que “ellos iban por la champagne”.
Nos preguntamos si en 50 años, o menos, la cabeza de Hussein, el cuerpo destrozado de Kadaffi, la destrucción de Jerusalén y todos los desastres genocidas imperiales, también tendrán un Museo en algún lugar del Mediterráneo, si es que dejan algo de ese hermoso mar.