Cual poderosa arma mediática de viejo cuño, la idea de nuestra dependencia del dólar, de la tecnología ajena, de los repuestos de vehículos importados total o parcialmente, toda ella ha sido goebelianamente inculcada.
Esa mentira con visos de verdad falaz la venimos oyendo desde nuestra niñez porque eso fue lo que oyeron nuestros padres y abuelos, y por ahora lo siguen oyendo nuestros hijos y nietos.
Eso nos obliga a definir claramente quiénes dependen de quiénes en materia de importaciones porque, sencillamente, cuando alguien compra una mercancía básica o suntuaria a ella la necesita tanto o menos de lo que necesita nuestro dinero quien nos la vende, máxime si estas transacciones son de mutuo acuerdo.
Claro que el poder imperial ha impuesto tratados comerciales leoninos de partida, pero, hasta así ese monstruo comercial necesita los productos que saca de nuestro país, y/o los dólares con los que les pagamos o compramos nuestras importaciones. Así, la dependencia, más bien, es una interdependencia.
Desde luego, el concepto y el cognomento de país dependiente tienen efectos negativos subliminales que maltratan nuestro ego, que suelen rebajar nuestra estima personal, al punto de que hemos terminado creyendo que la dependencia nuestra de otros países se debe a que no producimos tal o cual bien, o de que necesitamos los dólares petroleros, cosas así.
Eso es cierto, pero nuestros proveedores de bienes y dólares también se hallan en la misma situación de dependencia, razón por la que ambos no podemos ser dependientes, sino, más bien, cotransaccionistas del comercio exterior.