En Bogotá, Francisco Petro, ex fundador del M19, grupo guerrillero izquierdista, a quien la derecha casi defenestra poco tiempo atrás, es el Alcalde; aunque éste, de hecho, pareciera no representar ninguna incomodidad para Santos y su gente; por algo le tuvieron en salsa y le mostraron el tramojo. Uno, por lo menos desde acá, no tiene claro qué ventaja tiene u obtuvo el pueblo colombiano de eso. Lo cierto es que Petro se comporta muy de acuerdo a las reglas, quizás recoja la basura, ordena algo de la casa; es posible que la gente que eso tiene como meta primordial le aplauda, pero las cosas en Colombia siguen igual o peor a como estaban cuando él – Petro- llegó a la alcaldía de la capital de su país. Lo importante es que está tranquilo, comportándose como mandan las reglas y no es extraño que sueñe con volver a ser candidato a gobernar desde la casa de Nariño.
Al señor Santos, actual presidente de Colombia, si algo hay que reconocerle es su actitud coherente; es un señor de la derecha y al servicio de los poderosos de dentro y fuera de Colombia, sin devaneo alguno. Todas sus acciones, las de antes, como aquella de reunirse con Chávez para resolver un impase grave entre ambos gobiernos y las de ahora, participar con el movimiento guerrillero en conversaciones en busca de la paz, mientras le tiende la mano sin disimulo alguno a quienes quieren alterar la paz de Venezuela y da muestras innecesarias y anti diplomáticas, un tipo que en eso ha demostrado ser hábil, por un personaje que no significa nada ante todo lo que se pone en juego como Felipe González, el gran lobista por los negocios, muestran esa coherencia de la cual hemos hablado.
Por esa coherencia uno estará a la expectativa y desconfiado ante el futuro de Colombia y particularmente de los resultados de esa tarea por la paz. Pensar que uno, de este lado de la geografía y con la posición que tenemos, la paz es un objetivo de gran valor, significación y estamos convencidos que de lograrlo los primeros beneficiados serían los pueblos de América Latina, sobre todo Colombia y Venezuela. Para nosotros la paz en Colombia sería también la paz para Venezuela. Pero aquí, como decimos coloquialmente en nuestro país, “es donde tuerce la puerca el rabo”.
¿Cómo concebir que lo que es bueno para los pueblos colombiano y venezolano, sobre todo para los más pobres, resulte igual para los sectores que representa Juan Manuel Santos?
Por supuesto, los negociadores por parte de la guerrilla no van a deponer su actitud a cambio de cosas insustanciales. Con toda certeza van a exigir cambios importantes en la vida colombiana que pasa por la seguridad y derechos de los combatientes, sobre todo tomando en cuenta las experiencias anteriores. Pero también solicitarán medidas en beneficio del pueblo y estamos por ver hasta dónde llega la capacidad del presidente para satisfacer unas demandas que, sin ser exageradas y sí muy elementalmente justas, golpearían los intereses de los grandes propietarios y acaparadores de tierras, que lo son en buena medida por los efectos de la guerra.
Es obvio pensar que la guerrilla exigirá cambios que justifiquen su decisión de acogerse a la legalidad del Estado colombiano y el significado de su larga lucha, lo contrario sería una simple rendición a cambio de mendrugos y esa no es, sin duda alguna, la actitud de los herederos de Marulanda y Camilo Torres.
Pero la legalidad del movimiento guerrillero, la paz en Colombia, plantea una situación cualitativamente diferente para el movimiento popular y dudas acerca de cómo habrán de afrontarla los factores en pugna dentro del conflicto de clases y la lucha por los intereses en juego. El movimiento popular tendría ante sí el siempre difícil reto de diseñar políticas que privilegien la unidad y de ser eso posible, a las clases dominantes en Colombia se le plantea un reto de dimensiones quizás no conocidas antes. Sabiendo uno como afronta la derecha sus dificultades, habiendo de por medio un marco diferente en América Latina, nos asaltan dudas acerca de la implementación de esa nueva política de paz en el país vecino.
Pero hay un reto que merece un tratamiento aparte; el relativo a las siete bases militares instaladas en Colombia por Estados Unidos. No es difícil entender que esas instalaciones nada tienen que ver con la producción y tráfico de drogas. Si así fuera, tiene uno toda la justificación del mundo preguntarse ¿Cómo, después de tanto tiempo allí, con los privilegios otorgados, no han podido acabar con aquel vil negocio? La respuesta es sencilla, esas bases no están para eso. Hasta no es nada aventurado afirmar que más bien están para lo contrario. Hay antecedentes en el continente que permiten decir lo anterior. Esas bases existen para vigilar y atemorizar al continente todo. Para asustarnos con el fenómeno de la guerra y la invasión y hacer que entre nuestros políticos no cunda la idea de planes y proyectos de liberación e independencia de la economía de EEUU y los grandes capitalistas de todas partes. Están allí por la energía que existe en las entrañas de nuestra tierra, empezando por Venezuela, siguiendo con Bolivia y Ecuador. Están allí por los incalculables recursos minerales de esta parte del mundo y los acuíferos.
Si no es por la droga, que no lo es. Si hay paz dentro de Colombia y en todo el territorio continental; si el CELAC está asumiendo con éxito el manejo de las relaciones entre nuestros países y frente al mundo entero, ¿cómo justificar la existencia de esas bases?
Los gringos no van a decir por “la calle del medio”, en el lenguaje coloquial venezolano, están y seguirán estando allí para amedrentarlos a ustedes, lo que es cierto; pero tampoco dirán que por la paz mundial porque tampoco le creeríamos y menos lo aceptaríamos. Para nosotros ellos no son la policía legal y equilibrada del mundo y la que reclamarían, de ser necesario, la paz y justicia. Además para esos fines están nuestros organismos regionales como el CELAC. Menos porque somos hermanos, somos un continente de paz y lo único que puede desatar una guerra entre nosotros, precisamente sería la cizaña gringa. Y esto último lo sabemos de sobra. Justamente para sembrar cizaña si sirven esas bases.
¿Entonces cómo van a justificar los gringos esa presencia provocadora? ¿Cómo quienes con ellos han llegado a esos acuerdos lesivos a su soberanía y hasta dignidad? Decimos esto último pensando en lo grave y pernicioso que significa haber acordado con los gringos la impunidad de sus soldados o funcionarios en esas bases, dentro del territorio donde están instaladas. ¿Cómo justificarán entonces la continuidad de ellas, las bases, en un espacio de paz, de hermanos y la concesión de la soberanía a quienes en verdad son invasores?
Si no es ahora, dentro del proceso de discusión acerca de la paz, las clases dominantes de Colombia y EEUU saben bien, que más temprano que tarde el movimiento popular de ese país y de América Latina toda, van a plantear con fuerza la demanda de retirar esas bases. ¿Entonces, siendo así, mientras discuten en Cuba, qué van hacer los amparadores de esas bases para, desde ya, excluir del debate público que habrá de darse, garantizar que sigan existiendo, tomando en cuenta su verdadera razón de existir?
Pero todavía nos queda algo por tratar dentro del asunto colombiano. El narcotráfico en ese país es un poder, tanto que decirlo es algo más que una perogrullada. El escenario de guerra le ha sido de una gran utilidad; le ha permitido moverse como pez en el agua y gozar de beneficios de las fuerzas que deberían combatirlo por estar haciéndolo contra la guerrilla. Es más, los jefes del negocio nocivo y lucrativo, han insertado en sus filas muchos agentes del estado en todos sus frentes. Al presidente Uribe, con razón o sin ella, se le tiene como vinculado estrechamente a la jefatura del negocio. Es ya frecuente que los medios informen de algún exfuncionario gubernamental de los tiempos del expresidente antes nombrado, sometido a juicio por distintos delitos, donde lo relacionado con el contrabando de estupefacientes es de los más frecuente. ¿Todo ese poder que actitud va asumir frente a la política de paz, cuándo se comiencen a anunciar acuerdos concretos y específicos y una vez, hablamos de supuestos, los exguerrilleros se incorporen a la vida civil y la lucha cívica? Es obvio que la paz significaría un rudo golpe contra el narcotráfico y el paramilitarismo y parece inocente pensar que esa fuerza, ese poder económico y militar con fuertes imbricaciones en la sociedad civil y el Estado, va a quedarse tranquila y expectante.
Uribe y Santos, fueron por años socios políticos, la experiencia que uno tiene de ambos que se trata de piezas del mismo instrumento; salvando los rasgos particulares propios de la condición humana, desde el punto de vista de los vínculos sociales y políticos, parecieran ser, dicho así para dejar un margen de duda, “caimanes de un mismo pozo”. Cuando se invadió el territorio ecuatoriano por los lados de Sucumbíos, para atacar la guerrilla, mientras sus integrantes dormían, acompañados por unos estudiantes y periodistas mexicanos en su mayoría, que les visitaban con ánimo de información, y dar muerte a Raúl Reyes, pese que la guerrilla estaba lanzando señales de paz, Uribe era presidente, pero su Ministro de Defensa era Santos y éste, no solo ejecutó aquella acción, agresiva contra la guerrilla y su país vecino, sino que nunca se ha arrepentido de lo que se cansó de justificar y hasta elogiar como un acto heroico del ejército colombiano.
Por todo lo anterior, uno que desea la paz en Colombia por todo lo que antes y siempre hemos dicho, no encuentra como concebir la solución adecuada a tan complejo asunto.
colombiano, como la devolución de las tierras a quienes se las arrebataron y el regreso con garantías de todo tipo a los millones de desplazados por los distintos puntos cardinales y fronterizos. Esto lleva a plantear una interrogante: ¿Hasta dónde las clases dominantes de Colombia, las grandes beneficiarias de desafueros y atropellos de la guerra y alrededor de ella estarán en actitud de acompañar a Santos en el cumplimiento de esas exigencias del movimiento guerrillero en nombre y beneficio de su pueblo?