Es la primera vez en un siglo de política argentina que un líder no radical ni peronista ocupará el sillón de Rivadavia. Claro, exceptuando a los dictadores militares, entre quienes hubo algunos simpatizantes de estas corrientes, como Onganía o Massera.
También es la primera que un gobierno del linaje de los progresistas, aún con todos preservativos que le pongamos al término, será desplazado de la presidencia en el continente.
En los últimos 16 años de establecidos con el triunfo de Hugo Chávez en 1999, se realizaron 51 procesos electorales en países con gobiernos signados por ese impreciso apelativo. En todas esas elecciones la derecha más explícita fue derrotada en la disputa presidencial.
No hay registro de tanta derrota electoral de fuerzas derechistas juntas en un solo tiempo histórico, y su opuesto, que tantas veces fuerzas políticas de la izquierda (Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela) o de centro izquierda (Uruguay, Argentina o Brasil) hayan ganado sin pausa en un mismo tiempo continuado de elecciones.
Ayer, la nueva derecha latinoamericana ha dado vuelta a su propia historia. Hasta ahora debió conformarse con triunfos parciales, laterales, como gobernaciones, capitales y parlametarias. Su importancia fue siempre relativa en la medida que no definían la geometría nacional del poder. Eso es lo que ha cambiado desde ayer en Argentina.
Como hemos sostenido desde 2010 estamos en presencia de un nuevo tipo de derecha, que siendo tan retrógrada como la de siempre, no actúa igual y debe enfrentar tipos de gobierno distintos. Ya no se trata de la disputa entre ellos, sino de echar del poder central a enemigos legitimados por el voto en varias opostunidades: Venezuela, 16 años, Argentina y Brasil, 12 años, Bolivia y Ecuador, 8 años.
A esa nueva derecha no le importa si esos adversarios son más o menos de izquierda (esa disquisición la dejan para nosotros), a ella solo le importa un dato insoportable: fue desplazada del centro del poder, donde se controla y regula las distintas rentas de nuestras economías primarizadas.
Ese desplazamiento implicó una segunda cosa insoportable: cambió en mucho o en poco, la relación del Estado nación con los Estado y economías imperiales. Al lado de estas dos cuestiones centrales, lo demás es secundario.
Desde hace 16 años, la nueva derecha latinoamericana ha dedicado sus esfuerzos y recursos para desplazar a quienes los desplazaron, no importa si es socialista bolivariano, o posneoliberal moderado brasileño o uruguayo.
Este desplazamiento tectónico vivido en Argentina ayer 22 de noviembre es "el síntoma de la enfermedad", diría el sabio Freud. La presencia de Lilian Tintori, la esposa del criminal político Leopoldo López en Costa Salguero (http://adnagencia.info/latinoamerica/item/4437) donde Macri festejaba su victoria, es la señal más preocupante de ese movimiento de plazas sociales y la conciencia que tienen ellos sobre las debilidades del campo progresista.
Lo que no avanza, retrocede. No hay forma de que los pueblos oprimidos y explotados escapen a este axioma. Cuando éstos alcanzan una victoria, ella debe ser continuada por otras victorias para evitar que se convierta en retroceso y derrota.
Lo que estamos observando entre los gobiernos progresistas de América latina, es la confirmación de esa "ley" histórica. En todos se comenzaron procesos, distintos, pero procesos al fín, que fueron dejados a medio camino, en algunos casos (Brasil y Uruguay, a menos). El resultado era inevitable. No hay forma de escapar a eso.
Ni reir, ni llorar, única vía para comprender las causas y superarlas con una concepción, un programa y una plataforma organizativa superior a lo que se quedó a medio camino. Tampoco hay forma de escapar a ese diyuntiva.