Una de las contradicciones de la crisis (des)civilizatoria contemporánea es la tensión que se suscita entre el maremágnum de innovaciones tecnológicas –con la ignorancia tecnologizada que le es consustancial y que es dominada por el indomable ciberleviatán– y la orfandad de los ciudadanos respecto al Estado, en tanto macroestructura institucional capaz de intentar resolver los problemas públicos. Esta orfandad, a su vez, es la fuente de la pérdida de fe en el Estado y de el malestar en la política y con la política. El correlato de ello, es la retracción del sector público en aras del fortalecimiento del desbocado individualismo hedonista y la irrestricta libertad de la iniciativa privada. En la era de la incertidumbre y de las emociones instigadas y manipuladas desde la praxis política, la orfandad de Estado es el signo de una crisis epocal regida por el ocaso de la razón, los argumentos y el pensamiento utópico. De ahí que se cierna la vorágine de una crisis de sentido en las sociedades contemporáneas, cuya principal manifestación son las ausencias del Estado y la orfandad de los ciudadanos, asediados por múltiples riesgos; que lo mismo se originan desde arriba y desde abajo, desde afuera y desde adentro.
Este desfase entre las funciones del Estado y las necesidades y urgencias de los ciudadanos, en el caso de sociedades subdesarrolladas como México, hunde sus raíces en la privatización de lo público y en el desmonte del Estado desarrollista. De ahí que las funciones del Estado sean desbordadas por la magnitud y manifestaciones de los problemas públicos contemporáneos, sea por acción, omisión, colusión o incapacidad; todas ellas interesadas y deliberadas, por supuesto.
A partir de ello, es posible trazar algunas mínimas manifestaciones de esa crisis de Estado experimentadas en naciones como México. Vastos son los sectores de la población que experimentan esa orfandad y esa ausencia de las instituciones estatales:
Hacia el 2018, según datos del INEGI, 390 mil bebés (de un total de 2 234 039) nacen al año como fruto de embarazos no planificados experimentados por niñas y adolescentes que cuentan con un rango de edad entre 10 y 19 años (por no mencionar que existen registros de niñas de 9 años en condición encinta). O lo que es lo mismo, 77 nacimientos por cada mil jóvenes se presentan entre los 15 y 19 años. Tan sólo en el año 2017, dos de cada diez embarazos eran protagonizados por mujeres de este grupo etario. Un problema de salud pública que posiciona a México en el primer lugar mundial. Se trata de una ausencia del Estado que no sólo remite al limitado presupuesto destinado a planificación familiar, educación y salud reproductiva (muy por debajo de lo asignado por países como Colombia y Uruguay en proporción del PIB nacional), sino que también se relaciona con la incapacidad para gestar políticas públicas que contribuyan a la construcción de sentido en la vida de las jóvenes generaciones a través del acceso a oportunidades de distinta índole.
El embarazo precoz no sólo es un problema de salud pública, sino también uno relacionado con la desigualdad social que extiende sus tentáculos al ámbito socioeconómico. Mostrando una mayor incidencia en los estratos pobres que no cuentan con amplias posibilidades para acceder a los servicios de sanidad. Correlato de todo ello es la incidencia de muertes prevenibles causadas o relacionadas con el embarazo precoz, tras suscitarse padecimientos como la preeclampsia, las hemorragias uterinas, entre otros. Se trata de un problema propio del ámbito de la vida individual o familiar, con amplias repercusiones sociales. No es un problema aislado, sino uno que tiene relación con otros como el desempleo, la deserción escolar, la criminalidad, la drogadicción, la diabetes gestacional, la desnutrición, las limitadas expectativas de vida, la falsa aspiración de trascedencia, conductas y procederes impulsivos, la violencia intrafamiliar, y la debilidad de los lazos afectivos y familiares.
Otra de las ausencias del Estado mexicano es en materia de seguridad pública. Un Estado sitiado y fragmentado desde adentro y por distintos poderes fácticos (https://bit.ly/3eN1Gs5), fruto de una histórica descomposición institucional y de una (in)cultura ciudadana que socava la vida pública. 35 596 muertes por homicidio doloso y feminicidio, suscitadas entre el primero de diciembre de 2018 y el 30 de noviembre de 2019, son el síntoma de una profunda crisis de Estado que no detiene sus espirales, y en la cual no es posible preservar la integridad física de los ciudadanos, especialmente de los pobres. Se trata de una epidemia que alcanza una tasa de homicidio de alrededor de 30 muertos por cada cien mil habitantes. O lo que es lo mismo, en promedio 100 víctimas al día, aún sin que México se encuentre en un abierto conflicto bélico.
Las causalidades de la violencia en México son múltiples. Sin embargo, además de la criminalización de los pobres desatada desde el 2006 en aras de despojar los recursos naturales ubicados en los territorios donde radican las poblaciones violentadas desde ese Estado policial o securitario, en el último año, con la alternancia en las élites políticas, esta violencia criminal no cesó, sino que registró una tendencia a la alza y ésta pasó a formar parte de los mecanismos de desestabilización sociopolítica adoptados por la élite tecnocrática perdedora en el proceso electoral 2017/2018. Como las casualidades no existen en las relaciones de poder y en su conflictiva construcción, cabe argumentar que estas masivas muertes fueron "sembradas" por los agentes de un Estado profundo y clandestino que aún controla el aparato policíaco/militar y represivo. Mientras la élite que actualmente detenta el poder político, no sea capaz de someter a ese Estado profundo controlado por poderes fácticos variables que hicieron de la violencia estatal y criminal un negocio con tentáculos transnacionales, la muerte y la sangre serán un signo que cargará la presente administración, con el consustancial descrédito y pérdida de legitimidad que ello supone.
Aparejado a lo anterior y a las múltiples manifestaciones de la violencia criminal, las ausencias del Estado mexicano –de nueva cuenta– se manifiestan en una población juvenil que, en su desamparo, es reclutada por el crimen organizado para el despliegue de sus labores operativas. Se calcula que para el 2018, alrededor de 460 mil niños y jóvenes trabajaban para organizaciones criminales, sea de manera voluntaria o forzada. En tanto que 101 mil menores fueron recluidos en penales federales por la comisión de distintos delitos, entre ellos el homicidio. La desatención y hasta desprecio respecto a menores de 18 años es tal, que ni los programas "Sembrando Vida" y "Jóvenes Construyendo el Futuro" les consideran con parte de sus estrategias de intervención. Esta pérdida de sentido en la juventud se expresa, de manera extrema, en una generación desechable –parte de la cultura del descarte y de la civilización del desperdicio– que vive de manera acelerada y es presa de la muerte violenta a temprana edad. "Más vale tres días con dinero y morir joven, que llevar una vida entera de jodido", sería la frase que engloba esta alarmante situación.
Los anteriores son tres problemas públicos inmediatos, vividos a flor de piel por la población, que se fusionan con otros de corte estructural y coyuntural, y que evidencian la ausencia de instituciones que contribuyan a la construcción de alternativas. La desestructuración del mercado interno; el ejercicio patrimonialista del espacio público; la corrupción y la impunidad; la ineficacia y limitada cobertura del sistema público de salud; un sistema educativo desfasado de los problemas sociales; la exclusión social; un campo laboral precario y estrecho; el desempleo y la pobreza; entre otros más, son manifestaciones de la incapacidad de un Estado postrado que, desde hace décadas, renunció a las funciones que le dan sentido a sus mecanismos de intervención y al cumplimiento de mínimos imperativos de bienestar social. Sin un Estado hiperactivo, dotado de diagnósticos y estrategias certeras y eficaces, la sociedad mexicana perpetuará su orfandad, al tiempo que postergará las transformaciones anunciadas.